11 de agosto de 1903- Lugo, España Escritor |
¡Venía del más allá!
Fue en la feria de Rubián. Por entonces me dedicaba a
comprar y vender ganado.Ganaba hasta veinte duros por semana tratando con
bueyes...Era por Enero. Ya pasaran Reyes.
Yo y otros tratantes habíamos comido en casa de Tumbarón.
Buen yantar, y que Dios no nos lo dé peor. Chorizos con cachelos y vino del
Lor. Éramos cuatro: Chinchas, Pelandrusco, o Fogueteiro y yo. Como que come,
bebe que bebe, juega que juega. El Pelandrusco nos llegó a desplumar a uno tras
otro.
Me olvidé de decirles que jugábamos en un cuarto del piso.
Ya habíamos vendido todo el ganado que trajéramos. Cerramos la puerta tras de
nosotros; y ya comprenderán por qué. Donde hay cuartos hay que tener mucho
cuidado...Venga un trago...Allí había un hombre...
No sé qué cosa de raro le encontré a su vestido. Desde
luego, no era ya de nuestro tiempo. Llevaba una chaqueta de pana negra
ribeteada de alpaca...Aún traía una así la mujer de don Ángel, el farmacéutico
de Bóveda. Y una camisa almidonada...Déjenme recordar. Un chaleco color tabaco.
Y antiparras. Era un hombre que tendría sesenta años, poco más o menos. Y
parecía hombre de carrera. Como todos nosotros, estaba con las cartas en la
mano. No hablaba. Me daba miedo...
Y mucho más me dio.
Iba un tute, pero ahora no sé quien ganaba. El Chinchas
acababa de cantar las cuarenta, gritando muy fuerte; o Fogueteiro golpeaba la mesa
con el puño; yo ...yo levantaba la cabeza para mirar aquél hombre...¡Ya no
estaba allí! Miré para todos los lados. Nada. Ni que lo llevara el demonio. De
verdad que no me sentía bien. Le pedí a mis compañeros que dejasen de jugar.
-¿No visteis un hombre ya viejo, de chaqueta negra, que
estaba jugando frente na mí de cara a la puerta? ¿Con quien de vosotros vino? Hace
un instante que desapareció, y yo no sentí abrir la puerta. ¿Quien lo vio
marchar?
Nadie lo viera, o nadie reparó en él. Se pusieron a contar
los cuartos. Después de muchas cuentas parecía que no faltaban ni dos
reales.
Me levanté. La ventana y la puerta estaban cerradas. No
entendía aquello. Pero cuando dí la vuelta para volver a sentarme, miré para un
gran retrato de marco dorado que estaba en la pared, a la izquierda de la ventana.
¡Era igualito!
Al fijarme en él sentí un escalofrío en el espinazo, como
cuado supiera, hacía muchos años, que me tocaba hacer el servicio en tierra de
moros. Todos callaban. Oí la voz de Pelandrusco:
-Olvida eso. Debieron embrujarte cuando saliste de casa. Así
Dios me salve.
Yo no estaba para risas. ¿Aquél hombre era el del cuadro!
Salí fuera, y fui en busca del Tumbarón a la taberna, que estaba en el bajo.
Muchos feriantes había en ella. El tabernero y sus hijas despachaban cafés,
copas, vasos, pantrigo, queso...
Yo debía estar muy pálido, porque Tumbarón me preguntó:
-¿Qué te pasa? ¿Te va mal? ¿Quieres una copita de
aguardiente de hierbas? Es muy buena para los males repentinos.
Aún no les dije cómo era Tumbarón. Hombre muy corpulento,
fuerte como un peñasco. Cuando algún borracho esbardallaba mucho y se empeñaba
en no salir de la taberna, él no andaba con requisitorias ni tonterías. Cogía
un mazo de madera de acacia, que tenía para embocar las espitas en las cubas, y
le asentaba dos golpes bien dados en el cogote. Con sus setenta años aún
cargaba con dos fanegas de pan a la espalda. Pero esto no hacía al caso.
Fuimos los dos a una mesa apartada que estaba vacía. Mandó
traer unos cafés y unas copas. Le conté lo que me pasara. Tumbarón escuchaba sin perder
palabra. Cada poco encendía un cigarro.
-No creas-le decía yo-que enloquecí. Lo vi con mis propios
ojos, como te estoy viendo a ti. El hombre del cuadro y el hombre que jugaba con
nosotros, eran la misma persona. Tampoco se puede decir que fue el vino,
pues apenas comenzaba a beber. Todo era igualito: las mejillas hundidas, los
ojos fatigados. Y no era un fantasma, porque le sentí el aliento. Nadie lo vio
salir, ni yo tampoco. Mejor dicho, fui el único que lo vi allí... ¿Qué te
parece?
Tumbarón tardó en responder. No sé que cosa rara le noté en
la mirada.
-El hombre del cuadro-dijo-murió hace más de veinte años.
Me estremecí...Siguió hablando:
-Era don Venancio, que fue médico de este pueblo. Yo lo
apreciaba mucho. Me salvó de la muerte en el tiempo de la gripe. Si no fuese por
él ya estaría en el nicho, debajo de las piedras. Pero él no pudo salvar a su
mujer, ni a sus tres hijas. En menos de un mes las llevó la muerte a las tres. Don
Venancio cambió completamente. Se dió a la bebida y jugaba todo lo que tenía.
Me llevaba el demonio al verlo tumbado por los caminos. Murió en la pobreza.
Sus herederos, que vinieron a hacerse cargo de lo poco que dejara, tuvieron que
vender los muebles para pagar deudas. Todo lo que le quedó no valdría ni dos
mil reales. Y eso que fue el mejor médico que hubo aquí. En el mismo cuarto
donde están los tratantes ahora, jugaba todo lo que ganaba. Yo compré algún
mueble y también su retrato. Lo tuve siempre en el cuarto de matrimonio. Pero
hubo que sacarlo de allí y ponerlo donde lo has visto.
Tumbarón se acercó a mí. Echándome todo el aliento en la
oreja, me dijo en voz baja:
-Mi mujer también lo vió...¿Sabes? ¡Venía del otro mundo!
Salí en busca de mis compañeros. Les grité desde el pasillo,
porque no quería entrar en el cuarto. Aún estaban jugando y vociferando. Les
recordé que teníamos que hacer más de cuatro leguas de camino. A fuerza de gritarles
conseguí sacarlos de allí. Fuimos a la cuadra a preparar las bestias...
Era una noche estremecida. Helaba. Pronto salió la luna. Se
veía casi como si fuese de día. Las bestias parece que tenían más prisa que
nosotros por llegar a casa. Yo iba un poco atrás. Un extraño malestar me hacía ir callado...Sentí que una
mirada me taladraba la nuca. No sé si dije bien. Ya no pude resistir más. Giré la
cabeza. En una vuelta del camino había un hombre vestido de negro. Me señalaba
con la mano derecha. Tenía algo en ella. No era un pañuelo; más bien una
billetera...Jamás volví a coger las cartas.
De: http://es.humanidades.literatura.narkive.com
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