13 de mayo de 1840- Francia Maestro, periodista y escritor. A los 17 contrajo sífilis, de cuyo padecimiento fue dejando constancia en anotaciones personales. |
“¿En qué andas en este momento?” “Ando en el dolor”.
En mi cubículo en los baños de
regadera, enfrente del espejo:
¡Qué demacración! Me he convertido de
pronto en un extraño viejecito.
He brincado de los 45 a los 65.
Veinte años que no he vivido.
Concentrarme en caminar recto. Temor
a un ataque: dolores punzantes que o bien me clavan al sitio, o hacen que me
retuerza y que mi pie se mueva de arriba a abajo como un afilador de cuchillos.
Aun así es el mejor sistema, y el menos doloroso para mis pies: tengo que
seguir caminando.
Una sensación de ardor en los ojos.
El dolor amenazante de la luz reflejada en una ventana.
También, desde ese tiempo para acá,
alfileres y agujas en los pies, sensaciones de ardor, hipersensibilidad.
Primero, una mayor conciencia del
sonido: el ruido de una pala, las pinzas cerca del hogar de la chimenea, el
rechinido de las puertas; el tictac del reloj: la tela de una araña cuyo
trabajo comienza a las cuatro de la mañana.
Hipersensibilidad de la piel, pérdida
de sueño, de pronto tosidos con sangre.
Los primeros avances de una
enfermedad que me sondea, escogiendo su terreno. En un momento se trata de mis
ojos; manchitas que flotan; doble visión: luego los objetos parecen partidos en
dos, las páginas de un libro, las letras de una palabra leída sólo a
medias, como rebanadas por una hoz; cortadas por una cimitarra. Agarro a las
letras por sus rasgos de abajo mientras huyen.
Medito en el suicidio. Encuentro con
N, quien continúa por mí el hilo de mis pensamientos, y dice; “Entre la segunda
y la tercera costilla”. (Estricnina.) Uno no tiene el derecho.
Memoria. Debilidad.
Mis impresiones, efímeras: humo
contra una pared.
Desde que me enfermé, ya no puedo
soportar ver a mi esposa o a mis hijos asomarse por una ventana. Y si se acercan
al parapeto de un puente, o se asoman de lo alto de una escalera, mis pies
comienzan a temblar, igual que mis manos. Angustia; palidez. (Recuerda el
Pont-du-Diable, cerca de Villemagne.)
¿Sirven de veras las palabras para
describir lo que es realmente sentir el dolor (y la pasión)? Las palabras sólo
llegan cuando ya todo se acabó, cuando las cosas se han calmado. Van referidas
sólo a la memoria, y son ya sea impotentes o falsas.
No hay teoría general para el dolor.
Cada paciente descubre la suya propia, y la naturaleza del dolor varía, como la
voz de un cantante, según la acústica de la sala.
La morfina. Sus efectos sobre mí. Los
ataques de náusea son cada vez peores.
A veces para mí es simplemente
imposible escribir porque mi mano tiembla demasiado, sobre todo cuando estoy de
pie.
(Firmando el libro de registro en el
funeral de Víctor Hugo. Lleno de gente, todos mirándome, algo espantoso. Igual
que el otro día, en el Crédit Lyonnais en la rué Vivienne.)
Camino con más confianza cuando puedo
ver mi propia sombra, igual que camino mejor con alguien junto a mí.
Efecto del cloral sobre la piel:
parches espesos como maquillaje.
La morfina te da noches de vigilia en
las que te mecen dulcemente de un modo celestial.
El jardín que despierta. El mirlo: su
canción crea un patrón sobre la ventana pálida, un patrón dibujado, gorjeado
con la punta de su pico.
El dolor es siempre nuevo para el que
lo sufre, pero pierde su originalidad para aquellos que lo rodean. Todos se
acostumbrarán a mi dolor menos yo.
Tres meses después.
Vuelvo a ir a los baños de regadera.
Un dolor nuevo y grotesco mientras me frotan las piernas para secármelas. Está
en los tendones del cuello: del lado derecho cuando me frotan la pierna
izquierda, y del lado izquierdo cuando me secan la pierna derecha. Una tortura
que rompe los nervios, suficiente para hacerte gritar.
De: En la tierra del dolor
En: http://www.nexos.com.mx
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