Henri Beyle- (Stendhal) 23 de enero de 1783 Militar, escritor. |
I
UNA CIUDAD PEQUEÑA
Put thousands together
Less bad
But the cage less gay.
HOBBES
La pequeña ciudad de Verrières
puede pasar por una de las más lindas del Franco Condado. Sus casas, blancas
como la nieve y techadas con teja roja, escalan la estribación de una colina,
cuyas sinuosidades más insignificantes dibujan las copas de vigorosos castaños.
El Doubs se desliza inquieto algunos centenares de pies por bajo de la base de
las fortificaciones, edificadas en otro tiempo por los españoles y hoy en
ruinas.
Una montaña elevada defiende a
Verrières por su lado Norte. Los picachos de la tal montaña, llamada Verra, y
que es una de las ramificaciones del Jura, se visten de nieve en los primeros
días de octubre. Un torrente, que desciende precipitado de la montaña,
atraviesa a Verrières y mueve una porción de sierras mecánicas, antes de verter
en el Doubs su violento caudal. La mayor parte de los habitantes de la ciudad,
más campesinos que ciudadanos, disfrutan de un bienestar relativo, merced a la
industria de aserrar maderas, aunque, a decir verdad, no son las sierras las
que han enriquecido a nuestra pequeña ciudad, sino la fábrica de telas pintadas
llamadas de Mulhouse, cuyos rendimientos han remozado casi todas las fachadas
de las casas, después de la caída de Napoleón.
Aturde al viajero que entra en la
ciudad el estrépito ensordecedor de una máquina de terrible apariencia. Una
rueda movida por el torrente, levanta veinte mazos pesadísimos, que, al caer,
producen un estruendo que hace retemblar el pavimento de las calles. Cada uno
de esos mazos fabrica diariamente una infinidad de millares de clavos.
Muchachas deliciosas, frescas y bonitas, ofrecen al rudo beso de los mazos
barras de hierro, que éstos transforman en clavos en un abrir y cerrar de ojos.
Esta labor, que a primera vista parece ruda, es una de las que en mayor grado
sorprenden y maravillan al viajero que penetra por vez primera en las montañas
que forman la divisoria entre Francia y Helvecia. Si el viajero, al entrar en
Verrières, siente a la vista de la fábrica de clavos el aguijón de la
curiosidad, y pregunta quién es el dueño de aquella manifestación del genio
humano, que ensordece y aturde a las personas que suben por la calle Mayor, le
contestarán: -¡Oh! ¡Esta fábrica es del señor alcalde!
A poco que el viajero se detenga
en su ascensión por la calle Mayor de Verrières, que arranca de la margen misma
del Doubs y termina en la cumbre de la colina, es seguro que ha de tropezar con
un hombre de gran prosopopeya, con un personaje de muchas campanillas. Viste
traje gris, y grises son sus cabellos; es caballero de varias órdenes, tiene
frente despejada, nariz aguileña y facciones regulares. Su expresión, su
conjunto, a primera vista, es agradable y hasta simpático, dentro de lo que cabe
a los cuarenta y ocho o cincuenta años; pero si el viajero hace un examen
detenido de su persona, hallará, a la par que ese aire típico de dignidad de
los alcaldes de pueblo y esa expresión de endiosamiento y de suficiencia, un no
sé qué indefinido que es síntoma de pobreza de talento y de estrechez de
mentalidad, y terminará por pensar que las pruebas únicas de inteligencia que
ha dado, o es capaz de dar el alcalde, consisten en hacerse pagar con
puntualidad y exactitud lo que le deben, y en no pagar, o en retardar todo lo
posible el pago de lo que él debe a los demás.
Y ya tenemos hecho el retrato del
alcalde de Verrières, señor de Rênal. El viajero no tarda en perderle de vista,
porque entra aquel invariablemente en la alcaldía, después de recorrer con paso
majestuoso la calle; pero si, dejando al alcalde en su despacho, continúa su
ascensión, encontrará, unos cien pasos más arriba, una casa de lujoso aspecto,
y verá las verjas que la circundan, jardines hermosísimos, que tienen por fondo
las distantes colinas de Borgoña, y ofrecen un panorama que parece de propósito
hecho para recreo de la vista. El viajero comienza allí a olvidar la atmósfera
saturada de emanaciones de sórdido interés que venía respirando y que
principiaban a asfixiarle.
Pregunta, y le dicen que aquel
inmueble lujoso es propiedad del señor de Rênal. La fabricación de clavos
produce al alcalde de Verrières enormes rendimientos, merced a los cuales ha
podido erigir el hermoso edificio de sólida sillería.
Afirman que su familia es española
y de rancia estirpe, establecida en el país mucho antes de la conquista del
mismo por Luis XIV.
Desde el año de 1815, se
avergüenza de ser industrial: fue el año que le sentó en la poltrona de la
alcaldía de Verrières.
Los muros que sostienen las diversas
parcelas de aquel magnífico jardín, que desciende, formando a manera de pisos
de regularidad perfecta, hasta la orilla del Doubs, son también premio
alcanzado por la ciencia del señor Rênal en el negocio del hierro.
Que no esperen nuestros lectores encontrar
en Francia esos jardines pintorescos que rodean las ciudades de Alemania:
Leipzig, Francfort, Nuremberg, etc. En el Franco Condado, cuantos más muros se
construyen, cuanto con mayor profusión se llenan las propiedades de hileras de
sillares superpuestos, tanto mayores derechos se adquiere al respeto y a la
consideración de los vecinos. Los jardines del señor Rênal gozan de la
admiración general, no por su hermosura precisamente, sino porque su
propietario ha comprado a peso de oro las distintas parcelas que ocupan.
Citaremos un ejemplo: la serrería que, a causa de su emplazamiento singular
sobre la margen del Doubs, llamó la atención del viajero a su entrada en
Verrières, y cuya techadumbre corona una tabla gigantesca sobre la cual se lee
el nombre de SOREL, escrito con letras descomunales, ocupaba, seis años antes,
el terreno que hoy sirve de emplazamiento al muro de la cuarta terraza de los
jardines del señor Rênal.
Pese a su altivez, el señor
alcalde necesitó Dios y ayuda para convencer al viejo Sorel, rústico duro de
pelar y terco como una mula, quien no se decidió a trasladar su serrería a otra
parte sin antes hacerse suplicar mucho y obligar al comprador a dar por los
terrenos un precio diez veces mayor del que en realidad tenían. En cuanto a la
fuerza motriz necesaria para la marcha de la sierra, el señor Rênal consiguió,
gracias a las buenas relaciones con que contaba en París, que fuese desviado el
curso del río público. La gracia le fue concedida a raíz de las elecciones de
182...
El trato hizo a Sorel dueño de
cuatro hectáreas de terreno, en vez de una, que antes tenía. La industria quedó
instalada sobre la margen del Doubs, unos quinientos pasos más abajo que la
antigua, y aunque esta posición última era incomparablemente más ventajosa para
el negocio, el señor Sorel, que así se le llama generalmente desde que es rico,
fue bastante diestro para arrancar a la impaciencia de la manía de propietario
que acosaba a su vecino, la bonita suma de seis mil francos.
Diremos, en honor a la verdad, que
todas las personas inteligentes del país criticaron el trato. En una ocasión,
hace de eso cuatro años, el señor Rênal, al salir de la iglesia un domingo,
luciendo los distintivos de su cargo de alcalde, vio desde lejos a Sorel,
rodeado de sus tres hijos, que le miraba con la sonrisa en los labios. Aquella
sonrisa fue feroz puñalada asestada en medio del corazón del alcalde, porque le
hizo comprender que le habría sido fácil obtener los terrenos mucho más
baratos.
Quien quiera conquistarse la
consideración pública en Verrières, debe huir como de la peste, en la
construcción de los muros, de cualquiera de los planos que importan de Italia
los maestros de obras y albañiles que, llegada la primavera, atraviesan las
gargantas del Jura para llegar a París. La innovación atraería sobre la cabeza
del imprudente constructor la eterna reputación de mala cabeza, y le perdería
para siempre en el concepto y estimación de las personas prudentes y moderadas,
que son las encargadas de otorgar entrambas cosas en el Franco Condado.
En realidad de verdad, las tales
personas prudentes y moderadas ejercen el más fastidioso de los despotismos y
son causa de que la permanencia en las ciudades pequeñas se haga insoportable a
los que han vivido en la inmensa república llamada París. La tiranía de la
opinión... ¡y qué opinión, santo Dios! es tan estúpida en las pequeñas ciudades
de Francia como en los Estados Unidos de América.
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