2 de enero de 1920 - Petrovichi RSRF de Rusia Doctor en Química, profesor, ensayista, escritor. |
Versos iluminados
La última persona en quien se
podía pensar como asesina era la señora Alvis Lardner. Viuda del gran mártir
astronauta, era filántropa, coleccionista de arte, anfitriona extraordinaria y,
en lo que todo el mundo estaba de acuerdo, una genio. Pero, sobre todo, era el
ser humano más dulce y bueno que pudiera imaginarse.
Su marido, William J. Lardner,
murió, como todos sabemos, por los efectos de la radiación de una bengala
solar, después de haber permanecido deliberadamente en el espacio para que una
nave de pasajeros llegara sana y salva a la Estación Espacial 5.
La señora Lardner recibió por
ello una pensión generosa que supo invertir bien y prudentemente. Había pasado
ya la juventud y era muy rica.
Su casa era un verdadero museo.
Contenía una pequeña pero extremadamente selecta colección de objetos
extraordinariamente bellos. Había conseguido muestras de una docena de culturas
diferentes: objetos tachonados de joyas hechos para servir a la aristocracia de
esas culturas. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera con pedrería
fabricados en Estados Unidos, una daga incrustada de piedras preciosas
procedente de Camboya, un par de gafas italianas con pedrería, y así
sucesivamente.
Todo estaba expuesto para ser
contemplado. Nada estaba asegurado y no había medidas especiales de seguridad.
No era necesario ningún convencionalismo, porque la señora Lardner tenía gran
número de robots a su servicio y se podía confiar en todos para guardar hasta
el último objeto con imperturbable concentración, irreprochable honradez e
irrevocable eficacia. Todo el mundo conocía la existencia de esos robots y no
se supo nunca de ningún intento de robo.
Además, estaban sus esculturas de
luz. De qué modo la señora Lardner había descubierto su propio genio en este
arte, ningún invitado a ninguna de sus generosas recepciones podía adivinarlo.
Sin embargo, en cada ocasión en que su casa se abría a los invitados, una nueva
sinfonía de luz brillaba por todas las estancias, curvas tridimensionales y
sólidos en colores mezclados, puros o fundidos en efectos cristalinos que
bañaban a los invitados en una pura maravilla, consiguiendo siempre ajustarse
de tal modo que volvían el cabello de la señora Lardner de un blanco azulado y
dejaban su rostro sin arrugas y dulcemente bello.
Los invitados acudían más que
nada por sus esculturas de luz. Nunca se repetían dos veces seguidas y nunca
dejaban de explorar nuevas y experimentales muestras de arte. Mucha gente que
podía permitirse el lujo de tener máquinas de luz preparaba esculturas como
diversión, pero nadie podía acercarse a la experta perfección de la señora
Lardner. Ni siquiera aquellos que se consideraban artistas profesionales.
Ella misma se mostraba
encantadoramente modesta al respecto:
-No, no -solía protestar cuando
alguien hacia comparaciones líricas-. Yo no lo llamaría “poesía de luz”. Es
excesivo. Como mucho diría que son meros “versos iluminados”.
Y todo el mundo sonreía a su
dulce ingenio.
Aunque se lo solían pedir, nunca
quiso crear esculturas de luz para nadie, sólo para sus propias recepciones.
-Seria comercializarlo -se
excusaba.
No oponía ninguna objeción, no
obstante, a la preparación de complicados hologramas de sus esculturas para que
quedaran permanentes y se reprodujeran en museos de todo el mundo. Tampoco
cobraba nunca por ningún uso que pudiera hacerse de sus esculturas de luz.
-No podría pedir ni un centavo
-dijo extendiendo los brazos-. Es gratis para todos. Al fin y al cabo, ya no
voy a utilizarlas más.
Y era cierto. Nunca utilizaba la
misma escultura de luz dos veces seguidas. Cuando se tomaron los hologramas,
fue la imagen viva de la cooperación, vigilando amablemente cada paso, siempre
dispuesta a ordenar a sus criados robots que ayudaran.
-Por favor, Courtney -solía
decirles-, ¿quieres ser tan amable y preparar la escalera?
Era su modo de comportarse.
Siempre se dirigía a sus robots con la mayor cortesía. Una vez, hacia años, un
funcionario del Buró de Robots y Hombres Mecánicos casi la regañó:
-No puede hacerlo así -le dijo
severamente-, interfiere con su eficacia. Están construidos para obedecer
órdenes, y cuanto más claramente dé esas órdenes, con mayor eficiencia las
obedecerán. Cuando se dirige a ellos con elaborada cortesía, es difícil que
comprendan que se les está dando una orden. Reaccionan más despacio.
La señora Lardner alzó su
aristocrática cabeza.
-No les pido rapidez y
eficiencia, sino buena voluntad. Mis robots me aman.
El funcionario del Gobierno pudo
haberle explicado que los robots no pueden amar, sin embargo se quedó mudo bajo
su mirada dulce pero dolida.
Era notorio que la señora Lardner
jamás devolvió un robot a la fábrica para reajustarlo. Sus cerebros
positrónicos son tremendamente complejos y una de cada diez veces el ajuste no
es perfecto al abandonar la fábrica. A veces, el error no se descubre hasta
mucho tiempo después, pero cuando ocurre el Buró de Robots y Hombres Mecánicos
realiza gratis el ajuste. La señora Lardner movió la cabeza y explicó:
-Una vez que un robot entra en mi
casa y cumple con sus obligaciones, hay que tolerarle cualquier excentricidad
menor. No quiero que se les manipule.
Lo peor era tratar de explicarle
que un robot no era más que una máquina. Se revolvía envarada:
-Nada que sea tan inteligente
como un robot puede ser considerado una máquina. Les trato como a personas.
Y ahí quedó la cosa. Mantuvo
incluso a Max, que era prácticamente un inútil. A duras penas entendía lo que
se esperaba de él. Pero la señora Lardner lo solía negar insistentemente y aseguraba
con firmeza:
-Nada de eso. Puede recoger los
abrigos y sombreros y guardarlos realmente bien. Puede sostener objetos para
mi. Puede hacer mil cosas.
-Pero, ¿por qué no lo manda a
reajustar? -preguntó una vez un amigo.
-No podría. Él es así. Le quiero
mucho, ¿sabes? Después de todo, un cerebro positrónico es tan complejo que
nunca se puede saber por dónde falla. Si le devolviéramos una perfecta
normalidad, ya no habría forma de devolverle la simpatía que tiene ahora. Me
niego a perderla.
-Pero, si está mal ajustado
-insistió el amigo, mirando nerviosamente a Max-, ¿no puede resultar peligroso?
-Jamás -la señora Lardner se echó
a reír-. Hace años que le tengo. Es completamente inofensivo y encantador.
La verdad es que tenía el mismo
aspecto que los demás, era suave, metálico, vagamente humano, pero inexpresivo.
Pero para la dulce señora Lardner
todos eran individuales, todos afectuosos, todos dignos de cariño. Ese era el
tipo de mujer que era.
¿Cómo pudo asesinar?
Nadie pensaba que John Semper Travis
pudiera ser asesinado. Introvertido y afectuoso, estaba en el mundo pero no
pertenecía a él. Tenía aquel peculiar don matemático que hacía posible que su
mente tejiera la complicada tapicería de la infinita variedad de sendas
cerebrales positrónicas de la mente de un robot.
Era ingeniero jefe del Buró de
Robots y Hombres Mecánicos y un admirador entusiasta de la escultura de luz.
Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que el tipo de
matemáticas empleadas para tejer las sendas cerebrales positrónicas podían
modificarse para servir como guía en la producción de esculturas de luz.
Sus intentos para poner la teoría
en práctica habían sido un doloroso fracaso. Les esculturas que logró producir
siguiendo sus principios matemáticos fueron pesadas, mecánicas y nada
interesantes.
Era el único motivo para sentirse
desgraciado en su vida tranquila, introvertida y segura, pero para él era un
motivo más que suficiente para sufrir. Sabía que sus teorías eran ciertas, pero
no podía ponerlas en práctica. Si no era capaz de producir una gran pieza de
escultura de luz..
Naturalmente, estaba enterado de
las esculturas de luz de la señora Lardner. Se la tenía universalmente por una
genio. Travis sabía que no podía comprender ni el más simple aspecto de la
matemática robótica. Había estado en correspondencia con ella, pero se negaba
insistentemente a explicarle su método y él llegó a preguntarse si tendría
alguno. ¿No sería simple intuición? Pero incluso la intuición puede reducirse a
matemáticas. Finalmente consiguió recibir una invitación a una de sus fiestas.
Sencillamente, tenía que verla.
El señor Travis llegó bastante
tarde. Había hecho un último intento por conseguir una escultura de luz y había
fracasado lamentablemente. Saludó a la señora Lardner con una especie de
respeto desconcertado y dijo:
-Muy peculiar el robot que
recogió mi abrigo y mi sombrero.
-Es Max -respondió la señora
Lardner.
-Está totalmente desajustado y es
un modelo muy antiguo. ¿Por qué no lo ha devuelto a la fábrica?
-Oh, no. Seria mucha molestia.
-En absoluto, señora Lardner. Le
sorprendería lo fácil que ha sido. Como trabajo en el Buró de Robots y Hombres
Mecánicos me he tomado la libertad de ajustárselo yo mismo. No tardé nada y
encontrará que ahora funciona perfectamente.
Un extraño cambio se reflejó en
el rostro de la señora Lardner. Por primera vez en su vida plácida la furia
encontró un lugar en su rostro, era como si sus facciones no supieran cómo
disponerse.
-¿Lo ha ajustado? -gritó-. Pero
si era él quien creaba mis esculturas de luz. Era su desajuste, su desajuste
que nunca podrá devolverle el que... que...
Desafortunadamente, en ese
momento había estado mostrando su colección y el puñal enjoyado de Camboya
estaba ante ella en la mesa de mármol.
El rostro de Travis también
estaba desencajado, murmuró:
-¿Quiere decir que si hubiera
estudiado sus sendas cerebrales positrónicas con su desajuste único, hubiera
podido aprender...
Se echó sobre él, con la daga
levantada, demasiado de prisa para que nadie pudiera detenerla, y él ni
siquiera trató de esquivarla. Alguien comentó que no la había esquivado. Como
si quisiera morir...
De: "Light Verse", 1973
De: CiudadSeVa.com
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