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21 de setiembe de 1942 - España |
BRASAS DE AGOSTO
Era don Severino. Tuve de golpe
la certeza de que era él aunque algo raro desorientaba su rostro en la fugaz
aparición medida en el instante que tardó en pasar ante el ventanal de la
cafetería, a cuya vera estaba yo sentado con el periódico en la mano derecha y
la copa en la izquierda.
La súbita emoción del
reconocimiento me dejó paralizado, pero reaccioné en seguida. De pronto se
agolparon los recuerdos y aquella inmóvil y aletargada tarde de agosto
comenzaba a remover sus estancadas aguas.
Salí a la puerta de la cafetería
y le observé caminar de espaldas, apenas unos segundos antes de llamarlo. En
ese momento iba a dar la vuelta a la esquina y giró la cabeza con un sobresalto
que llegó a paralizarlo.
Entonces supe que era
definitivamente él, y que lo que desorientaba su rostro no era otra cosa que la
calva galopante que había barrido su frente hacia las alturas, dejando dos
abultados mechones en los laterales.
-¿Cervino? -comenzó a preguntar
mientras se acercaba, tras un instante de desconcierto-. Eres Cervino
-corroboró, contagiado por la sonrisa con que yo confirmaba su descubrimiento.
-Soy Cervino, don Seve -le dije,
tomando entre las mías su mano temblorosa, que parecía dudar en tenderme. Y
algo de aquel escurrido sudor del confesonario reverdeció en su palma como una
huella cuaresmal.
Nos sentamos en la cafetería y
hubo un largo momento en el que nos estuvimos requiriendo torpemente, con esas
atropelladas informaciones de quienes todavía no superaron la sorpresa de un
encuentro tan inesperado, incapacitados para retomar sin mayores dilaciones la
antigua confianza que acaso el tiempo diluyó.
-Diez años -confirmaba don
Severino, como si de repente hubiese tomado conciencia exacta de su ausencia. Y
yo lo observaba, respetando los silencios en que se quedaba momentáneamente
abstraído, viendo tras el ventanal la fuente esquilmada de la plaza, la lluvia
de fuego que barría las aceras esparciendo las pavesas de polvo.
Había pedido un coñac con hielo,
que era lo que yo tomaba, y me agradecía que le hubiese llamado: en realidad
había sucumbido a la tentación de un regreso efímero, apenas unas horas entre
un tren y otro tren, convencido de que nadie en la ciudad iba a reconocerlo,
tal vez llevado por alguna de esas amargas nostalgias que son como espinas que
hay que arrancar.
-Y ya ves -decía-, una tarde como
esta que no hay quien se mueva, tantos años después, y sólo hago que llegar y
alguien me llama a la vuelta de la primera esquina.
-Yo soy de los que la familia
abandona todo el verano. Y aquí me quedo escoltando esta ciudad vacía. Pero no
se crea que me quejo. El despacho me lo administro a mi aire.
De aquellos diez años llevaba don
Severino Caso siete en Puerto Rico, de profesor en la Universidad de San Juan.
Regresaba ahora, por primera vez, para participar en un congreso y dispuesto a
tentar alguna cosa para poder quedarse en España. Era una información que
coincidía vagamente con lo que yo sabía, con lo que en la ciudad se había
comentado en los meses que siguieron a la huida.
-Llega un momento en que hay que
decidirse: o te quedas o vuelves. No hay nada peor que ir dejando pasar el tiempo
sin resolver. Se engaña uno a sí mismo.
Repetimos las copas. Aquella
inmediata imagen de don Severino, discreto en su atuendo veraniego, coronado
por la calva, el vientre bastante pronunciado, tan sonriente y apacible como en
tantas tardes de latín y filosofía en la Academia Regueral, se mezclaba en el
asalto del recuerdo con su figura más espigada , juvenil, siempre con la
dulleta impoluta, la teja en la mano como un engorroso objeto que hay que
transportar por obligación, una escueta elegancia especialmente vertida en los
largos y solitarios paseos dominicales.
-Me apetece dar una vuelta por
ahí -dijo al cabo de un rato y pude entender con facilidad que me estaba
pidiendo que le acompañara.
-Todo sigue lo mismo -comenté,
invadido por cierta sensación de apuro, como si de pronto presintiese que la
casualidad de aquel encuentro me conduciría en seguida a la complicidad de las
confidencias.
Don Severino vació la copa e hizo
tintinear el hielo en el cristal antes de depositarla en la mesa.
-Solo no voy a perderme, Cervino,
confesó-, pero después de tantos años se agradece que alguien te eche una mano.
No sabes lo que me alegra volver a verte.
Me había palmeado el brazo cuando
salimos al resplandor polvoriento de la hoguera, y yo sentí el gesto paralelo
de su saludo en aquellos años enterrados, y hasta pude resucitar el aroma de
alguna discreta lavanda en el tejido de la sotana.
-¿Qué es de mi hermano?
-inquirió, dejando resbalar la pregunta cuando comenzábamos a caminar por la
acera abrasada.
-Doro sigue con lo suyo. Apenas
lo veo.
-Vamos hasta la ferretería
-decidió.
Me detuve un instante, lo justo
para que él percibiese la mezcla de indecisión y temor, lo justo también para
que yo me reconociera, una vez más, como tantas en mi vida, en esta situación
de indefectible embarcado que tan vanamente orienta mi destino.
-No quiero verle ni hablar con él
-dijo don Severino, volviendo a palmearme en el brazo-. Sólo pretendo echarle
una ojeada, aunque sea de lejos, a la ferretería. Y a ser posible darle un beso
a Luisina.
Avanzó unos pasos y metió las
manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que alzaba el rostro para
distinguir el perfil aéreo de las viejas casas de la plaza entre las llamas.
Recordé la torcida indignación de Doro en tantas noches alteradas, por las
cantinas donde maltrataba la úlcera. Aquellas maldiciones al hermano huido que
había sembrado de ignominia a toda la familia. Aunque la últimas borracheras de
Doro, que yo conocía, databan, por lo menos, de hacía seis años.
-Don Seve -le llamé, sin salir de
mi indecisión-, yo no sé de lo que usted está al tanto. Son diez años los que
han pasado.
Me miró con un gesto comprensivo
y desolado, como dando a entender que la medida del tiempo, y las desgracias
que podían envolverlo, estaban aceptadas con el mismo designio de la ausencia y
la distancia irremediables.
-Sé que mi madre murió al año
siguiente de irme. Doro encontró el medio de comunicármelo. No iba a privarme
de la amargura que me podía causar la sospecha de que yo la había matado de
pena.
-Luisina también falleció. Hace
tres años -le informé resignado.
La mirada de don Severino quedó
suspensa en un tramo de recuerdo que hendía el dolor como un cuchillo frío en
la sorpresa de la tarde calcinada. Presentí entonces la figura yerta de la niña
anciana en los ojos fugazmente nublados que sorteaban una lágrima inútil, aquel
ser arrumbado en el destartalado cochecito, con los brazos caídos, las manos
diminutas arrastradas por la tarima, la enorme cabeza vencida hacia atrás, la
saliva reseca en la comisura de los labios. Un latido violento minaba el
corazón de don Severino.
-Vamos a tomar otra copa
-propuso.
-El Arias está cerrado -señalé
con cierta inconsecuencia-. Habrá que subir hasta el Cadenas.
Apostados en la barra del
Cadenas, que preservaba una rala penumbra aprovechada por algunos soñolientos
jugadores, bebimos despacio el coñac con hielo, y yo respeté aquel silencio
apesadumbrado de don Severino, que parecía recorrer los últimos trechos de una
memoria urgente, en la que palpitaba la inocencia y el dolor de la hermana
enferma, el margen ya estéril de la ternura aplacada amargamente por la muerte.
Dio unos pasos hasta la puerta
del Cadenas con la copa en la mano y asomó al reducto de los soportales. Sólo
el empedrado se salvaba de la mano afiebrada que transmitía su calentura hasta
el pergamino de la caliza gótica. La catedral brillaba como una patena arrojada
a la lumbre.
-¿Todavía sigue Longinos de
sacristán? -me preguntó.
Le dije que sí, que Longinos
estaba contagiado del mal de la piedra que era, como él decía, una especie de
lepra que al tiempo que lo destruía lo iba convirtiendo en estatua, una imagen
fósil que serviría para sustituir a cualquiera de los santos carcomidos del
pórtico.
-Hazme un favor, Cervino -me
pidió-. Dile que nos abra la catedral y que nos deje la llave del coro.
Sabiendo que es para mí, no va a negarse.
Rescatar a Longinos de la siesta
fue una tarea bastante complicada. Explicarle que don Seve había vuelto y
quería entrar en la catedral resultó casi imposible. La pétrea sordera de
Longinos era, por el momento, el dato más elocuente de su transformación en
estatua. Pero cuando, rezongando y arrastrando las zapatillas y haciendo
sonar el manojo de llaves, llegó conmigo
donde don Severino nos esperaba, se detuvo un momento, inquieto, y luego, medio
lloroso, avanzó hacia él, sin que don Severino pudiese evitarlo, buscó su mano
y la besó repitiendo alguna ininteligible jaculatoria.
Seguí a don Severino, que había
cogido la llave del coro, por la nave lateral, después de dejar a Longinos
entretenido en los armarios de la sacristía, mentando el peligro de que don
Sesma, el deán, pudiera enterarse.
Un frescor luminoso inundaba el
abismo. El silencio se agarraba en el vacío sagrado. Tuve la sensación de que
de pronto me encontraba perdido en un bosque submarino de arcos vegetales, de
frondas cristalinas, y me percaté de que el coñac comenzaba a hacer efecto,
acaso porque el ritmo de mis copas cotidianas se había acrecentado y anticipaba
algún grado de mayor irrealidad.
Entonces me di cuenta de que don
Severino había desaparecido. Fui a la nave central y miré hacia el coro. El
silencio se rompió con un estrépito de música ronca, como si desde los
desfiladeros manase de repente un arroyo desprendido como una cascada.
El órgano alzó en seguida la
suavidad casi hiriente de las tubas, un sostenido clarinazo que parecía jugar
con sus propios ecos en el interior de la caverna. Y rápidamente la melodía
apasionada me hizo localizar la figura de don Severino, tendida sobre los
teclados, como la de un pájaro que de nuevo encontrase el amparo en el nido que
abandonó.
Entré en el coro y me acerqué
despacio. La música crecía como un vendaval, se abría en salvas por los arcos
enhiestos, invadía la sombra votiva de las capillas. Me senté cerca de don
Severino, que parecía concentrarse cada vez con mayor intensidad en el
arrebatado concierto. Le observé alzar el rostro con los ojos cerrados,
permanecer quieto, como perdido en la inspiración o en el recuerdo, mientras
sus manos se movían tensas sobre las teclas. Y en un instante, cuando la música
recobraba una huidiza suavidad de delicados murmullos, vi cómo su barbilla se
hundía y de los ojos entrecerrados brotaba una lágrima apenas perceptible.
En los aéreos vitrales, teñidos
por el dibujo de las florestas, reverberaron las brasas de agosto, y yo sentí
cómo la cabeza me daba vueltas, acompasada a un vértigo fugaz de lluvia sonora.
-No había vuelto a tocar desde
entonces -me dijo don Severino al cabo de un rato-. Las manos ya no responden
lo mismo.
Regresamos al Cadenas. Pedimos
otra copa. Don Severino bebió un largo trago, como si necesitara ahogar algo
con urgencia. Yo miraba el hielo flotando en el coñac, convencido de que la
tarde iría desapareciendo, tras el rastro del alcohol, hasta algún punto
perdido del oscurecer y el sueño, porque todo estaba cada vez más desvanecido a
mi alrededor. Bebí a su lado y repetimos las copas y lo seguí a la mesa más
cercana de la puerta, donde llegaba el aliento quemado de la calle.
-Tengo que ver a Elvira -musitó
de pronto, como si hablara exclusivamente para sí mismo.
La copa me tembló en la mano.
-¿Está bien? -quiso saber, y yo
fui incapaz de alzar los ojos, de atender lo que enseguida se convertiría en
una súplica.
-Tienes que ayudarme, Cervino.
El recuerdo minaba ahora mi
corazón, porque yo había vivido muy intensamente aquella historia, como todos
los que estábamos socorridos por el amparo de su figura, la amistad y la
inteligencia que don Severino compaginaba para nosotros y ofrecía generoso, más
allá de las clases de latín y filosofía en la Academia Regueral, más allá de
las benévolas bendiciones del confesonario.
-Se casó con Evencio -dije-.
Lleva la farmacia de su padre.
-A ella también le apetecerá
verme -aseguró don Severino-. Nunca pude olvidarla –confesó después apurando la
copa.
Elvira Solve tenía mi edad. Había
frecuentado nuestra pandilla, aunque nuestras verdaderas amigas eran sus primas
Cari y Mavela. El amor secreto del padre espiritual y de su dirigida había
estallado entre la indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el
largo tiempo en que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó y
los años fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil.
-Me dijiste que estabas solo, que
tu familia te abandona por el verano -comentó don Severino.
-Así es.
-Tienes que ir a avisar a Elvira,
tienes que dejar que nos veamos en tu casa. Por nada del mundo querría
comprometerla.
Su voz contagiaba la súplica y la
desesperación, como guiada por una necesidad acuciante que nadie podía
desatender. Su mano me palmeaba el brazo, y yo seguía mirando el fondo, de
nuevo vacío, de la copa, todavía lejos de comprender lo que estaba proponiendo.
Conduje a don Severino a mi casa.
La tarde iba cediendo hundida en el polvo, y la atmósfera de las calles parecía
enrarecerse, como dominada por un humo de gases y hervores. Flotaba en el
camino incierto de las aceras, persuadido ahora de la inaplazable necesidad de
tomar otra copa, porque la encomienda de don Severino me llenaba de recelo, y
la dirección de la farmacia, donde iba a encontrar a Elvira Solve, orientaba
mis pasos con mayor seguridad y rapidez de lo que me hubiese gustado.
-Esto jamás podré pagártelo,
Cervino -me había dicho don Severino, y yo había recordado las vigilias
cuaresmales, el aroma de un cirio cuya cera derretida me abrasaba la yema de
los dedos.
Cuando pude hablar con Elvira
Solve tuve la sensación de que las palabras iban a fallarme, pero ese esfuerzo
envarado de quien necesita disimular el alcohol, componer dignamente el gesto
propicio, me fue suficiente, y hasta me sentí dotado de una escueta elocuencia.
-¿Está allí? -recuerdo que me
preguntó incrédula. Y vi en sus ojos el reguero sentimental de los años por
donde nuestra juventud había discurrido, y percibí una amarga melancolía, casi
capaz de desterrar por un momento la nube de alcohol, de rescatarme en la
emoción viva y espesa de la derrota del tiempo y de la vida, del dolor de todo
lo que no pudo ser.
Fui a cobijarme en la cantina más
cercana, casi enfrente de mi casa. Elvira me había acompañado sin hablar
apenas.
-Gracias, Cervino -me dijo cuando
la dejé en el portal.
En aquella larga espera, más de
dos horas estiradas sobre el borde la tarde y el oscurecer inmóvil, la memoria
y el sueño me fueron envolviendo y logré demorar las copas lo más posible,
aunque nada quedaba de real en aquel estrecho refugio de ventanas mugrientas,
cascos apolillados y barriles de escabeche.
Tuve la aletargada conciencia del
centinela perdido en la guardia como un objeto oculto, pero luego comencé a
preocuparme, a considerar mi absurda situación en aquel asunto, el repetido
trance de verme embarcado siempre en algo ajeno que me acabe involucrando más
allá de lo debido.
Entonces volví a acelerar las
copas y cuando el tiempo se me hacía ya insufrible decidí subir a buscarlos.
En el fondo oscuro del portal,
Elvira y don Severino estaban abrazados. A pesar del ritmo vacilante, de la
difusa percepción, del sentido desorientado que me haría navegar, ya sin
remedio, como gabarra a la deriva, pude esconderme discretamente, porque
entendí que aquellas sombras estrechadas, a las que escuchaba sollozar,
alargaban la despedida.
Fui a la zaga de don Severino,
incapaz siquiera de mantener el gesto envarado que disimulara mi situación.
Tropecé en algún bordillo, sorteé con dificultad una motocicleta. La noche se
aposentaba como una ruina lenta. El hombre parecía un huido de esos que se
consumen extraviados, que no saben reposar más allá de su obsesión.
-Tú me entiendes, Cervino -me
decía, temblándole la copa en la mano derecha y golpeando con la izquierda la
barra del bar-. Sabes lo que fue mi vida.
Y yo asentía, casi a punto de
derrumbarme.
-Sabes de sombra que de mi vida
no queda nada -confesaba, vaciando la copa y pidiendo otra-. Sólo ella, Elvira.
No sé lo que duró aquel recorrido
que nos metía en la noche con el azogue de las sombras caldeadas. De algún bar
nos echaron porque don Severino comenzó a romper copas. Yo iba por un túnel del
que únicamente tenía certeza de que no se podía regresar, y escuchaba la
reiterada confesión de un amor desgraciado, de un amor en el que se comparte el
perdón y la culpa, el prohibido sentimiento del espíritu y la carne que aquel
hombre evocaba golpeándome la espalda, haciéndome tambalear penosamente.
-Tantas miserias como yo absolví,
Cervino -me decía, con ese gesto de quien recuerda un pasado inadvertido del
que sólo él tiene el secreto, e intentaba guiñarme un ojo como para ampliar la
complicidad y la suspicacia.
Arribanos a la estación y todavía
con cierto equilibrio don Severino recuperó su maleta en consigna. Yo no
distinguía la esfera luminosa del reloj, que campeaba sobre el andén vacío,
sólo un borroso y movedizo fogonazo blanco y redondo.
-Quedan cinco minutos, Cervino
–me indicó–. Lo justo para tomar la última en la cantina -pero la cantina
estaba cerrada y los esfuerzos de don Severino por abrir la puerta resultaron
inútiles.
-Nos conformaremos con lo que
llevamos puesto –afirmó resignado–. ¿O crees que todavía no tenemos bastante?
-Yo sí, don Seve -dije
convencido.
-Te veo borracho, Cervino. Del
alcohol hay que cuidarse casi tanto como de las mujeres.
Llegó el tren. Don Severino cogió
la maleta, me miró, volvió a dejarla en el suelo y se abalanzó sobre mí para
darme un abrazo. Nos sujetamos con dificultad, a punto de caer desplomados.
-La quiero, Cervino, la quiero
-me dijo entonces al oído con la voz tomada por la emoción.
Le ayudé a subir la maleta
después de dos o tres intentos fallidos. Le vi caminar por el pasillo. El tren
iba a arrancar. En seguida volvió a la ventanilla. Di unos pasos para
acercarme. Don Severino intentaba abrirla pero no lo conseguía. El tren se puso
en marcha. Entonces logró bajar el cristal y se asomó sacando las manos. No
pude distinguir ya el gesto de su rostro, acaso el resplandor de una lágrima
desgajada de la emoción alcohólica.
Alzó la mano derecha mientras el
tren se iba, y me bendijo haciendo la señal de la cruz. Yo acababa de caer de
rodillas en el suelo y me santigüé con el mayor recogimiento.
El árbol de los cuentos, Madrid,
Alfaguara, 2006, págs. 176-186
De: Narrativabreve.com
Sueño
….. Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi
madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.
Amantes
….. No pude creerlo hasta que los descubrí. Muchos me lo
habían advertido.
….. En aquel momento ella, asustada, dejó de maullar pero
él, que no se daba cuenta de que los estaba mirando, todavía siguió ladrando un
rato.
La muerte
….. Cerré los ojos y supe que aquello era la muerte.
….. Desde entonces esta vida que llevo es como un trance inútil
e insoportable.
Nada hay peor que seguir existiendo lejos de aquella
maravillosa serenidad.
La carta
….. Todas las mañanas llego a la oficina, me siento,
enciendo la lámpara, abro el portafolio y, antes de comenzar la tarea diaria,
escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años, explico
minuciosamente las razones de mi suicidio.
Sangre
….. De mi cuello manó sangre verde cuando me corté con la
maquinilla de afeitar. De la herida que me hice en la mano con el cuchillo de
la cocina brotó sangre amarilla. La sangre de mi pie era negra cuando pisé el
cristal roto. Debí advertirlo antes de la transfusión pero me daba tanta
vergüenza…
Un crimen
….. Bajo la luz de flexo la mosca se quedó quieta.
….. Alargué con cuidado el dedo índice de a mano derecha.
….. Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el
golpe de un cuerpo que caía.
….. Enseguida llamaron a la puerta de mi habitación.
….. —La he matado —dijo mi vecino.
….. —Yo también —musité para mí sin comprenderle.
El pozo
….. Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
….. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el
tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
….. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día
de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
….. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel
en el interior.
..... «Éste es un mundo como otro cualquiera», decía el
mensaje.
Persecución
….. Enciendo un pitillo, miro por a ventana y vuelvo a
verle. Tantos años persiguiéndome. Un acoso que se mantiene insoslayable de la
mañana a la noche como si el perseguidor se confundiese con mi sombra.
….. Saber que es él no me importa, pero estar convencido de
que esto puede durar toda la vida es terrible.
….. Si al menos no vistiera como yo, si no usara mi
gabardina y mi sombrero y abandonarse esa costumbre de saludarme con mi propia
sonrisa cuando le miro…
Desazón
….. Toda la semana con aquel creciente desasosiego. Una
inquieta comezón que me desvelaba, que no me daba reposo. Hasta que el sábado,
después de ir de un sitio a otro sin alivio, quedé desfallecido en un banco del
parque.
….. No sé si dormí un minuto o tres horas. Me despertó aquel
raro rumor que sentía dentro de mí, un murmullo como de bocas devoradoras. Un
niño me observaba
….. —Mira, mamá —dijo señalando con el dedo—, a este señor
le salen hormigas por la nariz.
Recado de amor
….. Todo lo que me dices en tu carta, querida Berta, me
resulta incomprensible. Ni yo soy tan apasionado ni tú te has dejado desvanecer
nunca en mis brazos hasta tal extremo.
….. Y no quiero pensar que una vez más Afrodisio ha cometido
la tropelía de suplantarme, pues la desgracia de un hermano gemelo se
multiplica cuando es abyecto y libertino.
….. De todas formas, lo más doloroso de tu encendida misiva
es que alabes mi decisión de llegar tan lejos y que me requieras para repetirlo
a ser posible mañana mismo y volver a ir más lejos todavía.
Autobús
….. Ella sube al autobús en la misma parada, siempre a la
misma hora, y una sonrisa mutua, que ya no recuerdo de cuándo procede, nos une
en el viaje trivial, en la monotonía de nuestra costumbre.
….. Se baja en la parada anterior a la mía y otra sonrisa
furtiva marca la muda despedida hasta el día siguiente.
….. Cuando algunas veces no coincidimos, soy un ser
desgraciado que se interna en la rutina de la mañana como en un bosque oscuro.
….. Entonces el día se desploma hecho pedazos y la noche es
una larga y nerviosa vigilia dominada por la sospecha de que acaso no vuelva a
verla.
En el mar
….. El mar estaba quieto en la noche que envolvía la luna
con su resplandor helado. Desde cubierta lo veía extenderse como una infinita
pradera.
….. Todos habían muerto y a todos los había ido arrojando
por la borda, siguiendo las instrucciones del capitán.
….. —Los que vayáis quedando —había dicho— deshaceros
inmediatamente de los cadáveres. Hay que evitar el contagio, aunque ya debe ser
demasiado tarde…
….. Yo era un grumete en un barco a la deriva y en esas
noches quietas aprendí a tocar la armónica y me hice un hombre.
Destino
….. Recuerdo un viaje a Buenos Aires que terminó en Nueva
York, otro a Lima que concluyó en Atenas, y uno a Roma que finalizó en Berlín.
….. Todos los aviones que tomo van a donde no deben, pero ya
estoy acostumbrado porque, con frecuencia, salgo de casa hacia la oficina y me
paso la mañana metido en un taxi que va y viene sin que yo pueda aventurar una
dirección exacta.
….. Cuando regreso, por la tarde, nadie sabe nada de mi
mujer ni de mis hijos y, cansado de seguir buscando mi propio rastro, me voy a
dormir a un hotel.
….. Menos mal que, en esas ocasiones, es mi padre el que me
encuentra. No sé lo que será de mí el día que me falte.
Estos cuentos están tomados del libro, Los males menores,
incluido en El árbol de los cuentos. Cuentos reunidos 1973-2004, de Luis Mateo
Díez (Alfaguara, Madrid, 2006. Espigados de entre las páginas 271 a 323).
De: Máquina de coser
palabras
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Miembro de la Real Academia Española |
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