domingo, 25 de agosto de 2013

Noche de la Nostalgia en Uruguay

Se dice que los uruguayos somos nostálgicos de pura cepa
porque descendemos de emigrantes
o de etnias brutalmente taladas,
es decir:
por nuestras venas corren gotas de sangre
consciente de una pérdida irreversible,
de un imposible regreso.
Sin embargo, en esta Noche, la mayoría sale a festejar.






Nosotros... nosotros vamos a celebrar también.

Vamos a celebrar presencias que, invisibles, respiran todavía. Porque están ahí, a unos instantes de nuestra percepción interior.

Como aquellos árboles de paraíso que desmelenaban sus flores azuladas en las veredas de la infancia. 

Como aquellos bichitos de luz que convertían el campo baldío de enfrente en la escenografía más bella, misteriosa y armónica con que ningún libro de cuentos podía atraparnos.

Como el puentecito del Miguelete, por donde mamá nos apretaba con fuerza la mano, en prevención de que se nos ocurriera asomarnos un centímetro más por la baranda, simulando alguna pose propia de las augustas damas que solían tomar sol por esos lares en el 900, y aunque nos faltaba el atavío típico, nuestro vestidito sencillo pero prolijo cumplía, ante nuestros ojos, con todos los requisitos para esa metamorfosis. 


Tan convencidas estábamos de las propiedades mágicas de nuestro mundo que, después de unos cuantos meses de visitas domingueras al Museo Blanes -fascinantes hasta el delirio aquellos cuadros murales-, comenzamos a esperar con ansiedad que nuestros padres resolvieran preparar la mudanza para la casona encantada. Sí, hasta habíamos elegido dormitorios.

Nadie recuerda hoy cómo fue desarmado ese ingenuo sueño sin que nuestra sensibilidad sufriera la menor lesión. Quizá ocurrió lo mismo que ahora: como si abriéramos un estuche aterciopelado, nos invade aquella fragancia de los cientos de rosas que con increíble gracia trepaban por las galerías de hierro del Prado "Grande", otra ruta dominical de culto e insoslayable cuando necesitábamos ir de compras al Paso Molino.



Para ir a la escuela cruzábamos el Prado "Chico". ¿No nos importarían las cuadras y cuadras que debíamos caminar? Quizás las hamacas -que mirábamos desde lejos de lunes a viernes- nos comentaban alguna secreta promesa y entonces seguíamos andando, livianas, como en el aire. Todavía permanece viva la tibieza del cuenco firme de la mano de papá, preocupado por el furioso viento del temporal que nos estaba azotando en ese invierno del 59.


Una frase de Shakespeare propone que "el pasado es un prólogo" y nos entusiasma la coincidencia, ya que nos habíamos propuesto celebrar de otro modo. Y mucho más afín parece aún aquella reconocida sentencia de Rilke: "La patria del ser humano es la infancia". Bien, de ahí venimos, de una infancia vivida en un espacio singular de Montevideo: el Prado. Una infancia que no hemos perdido, que no duele contemplar, acariciar, aspirar, saborear, escuchar, porque el amor que se recibe de niño es el único antídoto contra las vicisitudes de la vida adulta. 

Pero aún no estaría perfilado satisfactoriamente ese espacio de amor -el PRADO- si no les acercáramos la vivencia objetivizadora de otro ser (¡Qué esencial el OTRO siempre!), un escritor montevideano pero olvidado: Anderssen Banchero, que en su cuento "Buenos Aires" plantea:

“Debía parecerse al Prado, porque estaba lleno de glicinas, malvones, madreselvas y rejas con jazmines que lloraban de celos. Nunca había visto llorar a los jazmines del Prado, pero su perfume lo ponía triste porque vivía en una calle sin quintas; en las veredas, los árboles tenían olor a polvo y a lluvia y al humo de la usina y de los autos. Pensaba en Buenos Aires como en el Prado y se ponía triste oyendo a Corsini y a Gardel, se ponía triste sin saber por qué; porque una vecinita, la hija de la partera, se había ido para allá con toda la familia”.





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