viernes, 9 de agosto de 2013

"No hay derecho mayor y más inalienable que el derecho a soñar. El único derecho que ningún dictador puede recortar y suprimir." - Jorge Amado

10 de agosto de 1912 - Bahía
CARTA DE UNA MADRE, COSTURERA, A LA REDACCIÓN DEL JORNAL DA TARDE

"Señor Redactor: 

Disculpe los errores y la letra, pues no suelo ocuparme de estas cosas del escribir y si hoy me presento ante usted es para poner los puntos sobre las íes. Leí en el diario una noticia sobre los hurtos de los "Capitanes de la arena" y enseguida vino la policía y dijo que los iría a perseguir y entonces el doctor de los menores vino con sus palabras diciendo que era una pena que no se enmendaran en el reformatorio a donde él mandaba a los pobres. Y es para hablar del reformatorio que le escribo estas mal trazadas líneas. Querría que su diario mandase a una persona a que visite y vea cómo son tratados los hijos de los pobres que tienen la desgracia de caer en las manos de esos guardianes sin alma."
De: Capitanes de la arena


















DE LA TENTACIÓN EN LA VENTANA


    La casa de Gloria quedaba en la esquina de la Pla­za, y Gloria se reclinaba en la ventana por las tardes, los robustos senos empinados como una ofrenda a los paseantes. Ambas actitudes escandalizaban a las sol­teronas que iban a la iglesia, y daban lugar a los mis­mos comentarios, todos los días, a la hora vespertina de la oración:
-Qué falta de vergüenza...
-Los hombres pecan hasta sin querer. Sólo con mirar.
-Hasta los niños pierden la virginidad de los ojos... La áspera Dorotea, toda de negro en su virginal vir­tud, se atrevía a murmurar en santa exaltación: -El "coronel" Coriolano podía haberle puesto casa en una callejuela alejada. Viene y la planta en la cara de las mejores familias de la ciudad... En plena na­riz de los hombres ...
-Cerquita de la Iglesia. Hasta ofende a Dios eso...
    Del bar, repleto a partir de las cinco de la tarde, los hombres alargaban los ojos hacia la ventana de Glo­ria, al otro lado de la plaza. El profesor Josué, de cor­bata "mariposa" azul con lunares blancos, el cabello reluciente de brillantina y las mejillas cavadas por la tuberculosis, alto y espigado ("como un triste eucalip­to solitario", se había definido él mismo en un poema), con un libro de versos en la mano, atravesaba la Plaza y tomaba la vereda de Gloria. En la esquina, en el fondo de la Plaza, en el centro de un pequeño jar­dín bien cuidado de rosas-té y de azucenas, con un jazminero a la puerta, se levantaba la nueva casa del "coronel" Melk Tavares, objeto de profundas y agrias discusiones en la Papelería Modelo. Era una casa en "estilo moderno", la primera que fuera construida por el arquitecto traído por Mundinho Falcáo, y las opinio­nes de la intelectualidad se habían dividido, se eterni­zaban. Por sus líneas claras y simples, contrastaba con las pesadas casonas, y las bajas casas coloniales.
    En el jardín, cuidando de sus flores, arrodillada en­tre ellas, más bellas que ellas, soñaba Malvina, hija única de Melk, alumna del colegio de las monjas, por quien suspiraba Josué. Todas las tardes, terminadas las clases y la indispensable charla en la Papelería Mode­lo, el profesor iba a pasear por la Plaza, veinte veces pasaba ante el jardín de Malvina, veinte veces su mi­rada suplicante posábase en la joven, en muda decla­ración.   En el bar de Nacib, los clientes habituales se­guían la peregrinación cotidiana con risueños comen­tarios:
-El profesor es obstinado...
-Quiere tener independencia, poseer cacaotales sin tomarse el trabajo de plantar.
-Allá va él a su penitencia... -decían las solte­ronas al verlo llegar a la Plaza, acalorado, y simpati­zaban con él, con su ardorosa pasión no correspondida.
-Yo sé bien lo que ella es: una vampiresa con ve­leidades de importante. ¿Qué espera ella, mejor que ese muchacho tan inteligente?
-Pero pobre...
-El casamiento por dinero no trae la felicidad. Un muchacho tan bueno, tan versado en letras, que hasta escribe versos...
    En las proximidades de la Iglesia, Josué disminuía el paso acelerado, se quitaba el sombrero, casi doblán­dose en dos al saludar a las solteronas.
-Tan educado. Un joven tan fino...
-Pero débil del pecho.
-El doctor Plinio dijo que no tiene nada en el pul­món, apenas si es débil.
-¡Una descarada es lo que es! Porque tiene una ca­rita bonita y el padre tiene dinero ...
    Y el muchacho, pobre, tan enamorado... -un suspiro se elevaba del pecho emballenado.
    Seguido por los simpáticos comentarios de las solte­ronas y por las injustas opiniones emitidas en el bar, Josué aproximábase a la ventana de Gloria. Era para ver a Malvina, bella y fría. Todos los atardeceres él hacía ese recorrido a pasos lentos, con un libro de ver­sos en la mano. 
    Pero, al pasar, su mirada romántica se posaba en la pujanza de los
altos senos de Gloria, colocados en la ventana como sobre una bandeja azul. Y de los senos subía hacia el rostro moreno quemado, de labios carnosos y ávidos, de ojos entornados en per­manente invitación.   Ascendían en pecaminoso y mate­rial deseo los ojos románticos de Josué, y el color cu­bría la palidez de su rostro. Apenas por un instante, pues pasada la tentación de la ventana mal afamada, sus ojos retornaban a su expresión de súplica y deses­peranza, más pálida todavía su faz, y con los ojos y el rostro vueltos hacia Malvina.
    También el profesor Josué criticaba, en su fuero ín­timo, la desdichada idea que tuviera el "coronel" Co­riolano, estanciero rico, de instalar en la Plaza San Sebastián, lugar en el que residían las mejores familias, a dos pasos de la casa del "coronel" Melk Tavares, a su apetecida concubina, tan dada a la ofrenda... Si se tratara de otra calle cualquiera, más alejada del jar­dín de Malvina, en una noche sin luna, él tal vez po­dría arriesgarse para ir a cobrar todas las promesas leídas en los ojos de Gloria, que lo llamaban, con los labios entreabiertos.
-Ya está esa peste con los ojos puestos en el mu­chacho...
    Las solteronas, con sus largos vestidos negros cerra­dos en el cuello, y sus negros chales en los hombros, parecían aves nocturnas paradas ante el atrio de la pequeña Iglesia. Veían el movimiento de la cabeza, acompañando a Josué en su paseo ante la casa del "coronel" Melk.
-Él es un joven decente. Sólo tiene ojos para Mal­vina.
-Voy a hacer una promesa a San Sebastián -decía la rolliza Quinquina- para que Malvina se enamore de él. Le traeré una vela grande.
-Y yo le traeré otra. . . -reforzaba la flacucha Flor­cita, solidaria en todo con la hermana.
    En su ventana, Gloria suspiraba, casi con un gemi­do. Ansias, tristeza, indignación, se mezclaban en ese suspiro que iba a morir en la Plaza.
Su pecho estaba lleno de indignación contra los hom­bres. Eran cobardes e hipócritas. Cuando, en las horas sofocantes de la media tarde, la Plaza quedaba vacía, y las ventanas de las casas de familia se cerraban, al pasar, solos ante la ventana abierta de Gloria, le son­reían, suplicábanle una mirada, le deseaban "buenas tardes" con visible emoción. Pero bastaba que hubiera alguien en la Plaza, aunque se tratase de una solterona, o que viniesen acompañados, y entonces le daban vuelta la cara, miraban hacia otro lado, ostensiblemente, como si les repugnara verla en la ventana, con sus altos senos saltando de la bordada blusa de linón. Disfrazaban su rostro con ofendida pudicia, hasta aquellos mismos que antes le habían dicho galanterías al pasar estando solos. A Gloria le hubiera gustado darles con la ventana en la cara, pero, ¡ay! no tenía fuerzas para hacerlo, aquella chispa de deseo entrevista en los ojos de los hombres era todo cuanto poseía en su soledad. Demasiado poco
para su sed y su hambre. Pero, si les golpeaba con la ventana en la cara,
perdería hasta aquellas sonrisas, aquellas miradas cínicas, aquellas medrosas y fugitivas palabras. No había mujer casada en Ilhéus, ciudad don­de la mujer casada vivía en el interior de sus casas, cuidando del hogar, tan bien guardada e inaccesible como aquella manceba. El "coronel" Coriolano no era hombre con quien se podía jugar. Tanto miedo le tenían, que no se animaban siquie­ra a saludar a la pobre Gloria.         Sólo Josué era diferente. Veinte veces en cada tarde, su mirada se encendía al pasar bajo la ventana de Gloria, y apagábase, román­tica, ante el portón de Malvina. Gloria sabía de la pa­sión del profesor y también ella sentía antipatía hacia la joven estudiante, indiferente a tanto amor, moteján­dola de fastidiosa y tonta. Conocía la pasión de Josué pero, no por eso, dejaba de sonreírle con aquella misma sonrisa de invitación y de promesa, y sentía agradeci­miento hacia él que, jamás, ni cuando Malvina estaba en el portón, le daba vuelta el rostro. ¡Ah!, si él tuvie­ra un poco más de coraje y empujase, en medio de la noche, la puerta de calle que Gloria dejaba abierta, pues, ¿quién sabe? de repente ... Entonces ella lo haría olvidar a la muchacha orgullosa.
    Josué no se atrevía a empujar la maciza puerta de calle. Nadie se atrevía. Temían la lengua afilada de las solteronas, a la gente de la ciudad que hablaban mal de la vida ajena, miedo del escándalo, pero sobre todo, miedo del "coronel" Coriolano Ribeiro. Todos sabían la historia de Juca y Chiquita.
    Aquel día, Josué había venido bastante más tem­prano, a la hora de la siesta, cuando la plaza estaba desierta. La asistencia en el bar reducíase a algunos viajantes de comercio, al Doctor y al Capitán, que disputaban una partida de damas. Enoch, para festejar la oficialización del colegio, había dado la tarde libre a los alumnos. El profesor Josué andaba por la feria, asistiendo a la llegada de un numeroso grupo de "reti­rantes" al mercado de los esclavos, y después de demo­rarse un poco en la Papelería Modelo, tomaba ahora un trago en el bar, conversando con Nacib:
-Una cantidad de "retirantes". La sequía está co­menzando en el "sertáo".
    Nacib se interesó: -¿Mujeres, también?
El profesor quiso saber la razón de ese interés:
-¿Está tan necesitado de mujer?
-No bromee. Mi cocinera se fue, y estoy buscando otra. A veces, en medio de esos "retirantes" viene alguna ...
-Sí, había unas cuantas mujeres. Un horror esa gente, vestida con harapos, sucia, pareciendo apestados...
-Más tarde iré por allá, a ver si encuentro al­guna...
    Malvina no aparecía en el portón, Josué mostrábase impaciente.
    Nacib lo informó:
-La chica está en la Avenida de la playa. Pasaron hace poco, ella y unas compañeras . . .
    Josué pagó, y se puso de pie. Nacib quedó en la puerta del bar, mirándolo partir; debía ser bueno sen­tirse así, apasionado. Aún cuando la muchacha hiciera poco caso, más codiciada todavía. Día más, día menos, aquello terminaría en casamiento... Gloria aparecía en la ventana, los ojos de Nacib se entornaron, ávidos. Si un día el "coronel" llegara a dejarla, habría una corrida nunca vista en Ilhéus. Pero ni así quedaría algo para su buche, los ricos "coroneles" no lo permi­tirían...
Las bandejas de dulces y saladitos habían lle­gado ya, los clientes del aperitivo estarían contentos. Sólo que él, Nacib, no podría continuar pagando aquella fortuna a las hermanas Dos Reís. Cuando el movimiento decreciera, a la hora de la cena, iría al campamento de los "retirantes". ¿Quién sabe si no tendría suerte y podría conseguir una cocinera?.. .
     Súbitamente, la calma de la tarde fue alterada por gritos, murmullos de mucha gente hablando. El Capi­tán detuvo la jugada, con la pieza en la mano. Nacib dio un paso al frente, el clamor iba en aumento.
(...) 

Fragmento de: Gabriela, clavo y canela








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