2 de agosto de 1884- Caracas Escritor y político |
Capítulo 1 - ¿CON QUIÉN VAMOS?
Un bongo remonta el Arauca bordeando las
barrancas de la margen derecha.
Dos bogas lo hacen avanzar mediante una
lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos
cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a
los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas,
cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos
pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación,
pasándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como
si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante sobre su
pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente
con que entretienen la recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de
alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos que pasa un bonguero,
leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas o coleándose, a tres,
de las ramas de la vegetación ribereña.
En la paneta gobierna el patrón, viejo
baquiano de los ríos y caños de la llanura apureña, con la diestra en la
horqueta de la espadilla, atento al riesgo de las chorreras que se forman por
entre los carameros que obstruyen el cauce, vigilante al aguaje que denunciare
la presencia de algún caimán en acecho.
A bordo van dos pasajeros. Bajo la toldilla,
un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones
enérgicas y expresivas prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su
indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del buen parecer. Como
si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas
que lo rodean, a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una
expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en la contemplación del
paisaje; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un
gesto de desaliento.
Su compañero de viaje es uno de esos hombres
inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna semilla
tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas
inferiores, crueles y sombrías, completamente diferente del de los pobladores
de la llanura. Va tendido fuera de la toldilla, sobre su cobija, y finge
dormir; pero ni el patrón ni los palanqueros lo pierden de vista.
Un sol cegante de mediodía llanero centellea
en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes.
Por entre las ventanas, que, a espacios, rompen la continuidad de la
vegetación, divísanse, a la derecha, las calcetas del cajón del Apure –pequeñas
sabanas rodeadas de chaparrales y palmares–, y a la izquierda, los bancos del
vasto cajón del Arauca –praderas tendidas hasta el horizonte–, sobre la verdura
de cuyos pastos apenas negrea una que otra mancha errante de ganado. En el
profundo silencio resuenan, monótonos, exasperantes ya, los pasos de los
palanqueros por la cubierta del bongo. A ratos, el patrón emboca un caracol y
le arranca un sonido ronco y quejumbroso que va a morir en el fondo de las
mudas soledades circundantes, y entonces se alza dentro del monte ribereño la
desapacible algarabía de las chenchenas, o se escucha tras los recodos el rumor
de las precipitadas zambullidas de los caimanes que dormitan al sol de las
desiertas playas, dueños terribles del ancho, mudo y solitario río.
Se acentúa el bochorno del mediodía;
perturba los sentidos el olor a fango que exhalan las aguas calientes, cortadas
por el bongo. Ya los palanqueros no cantan ni entonan coplas. Gravita sobre el
espíritu la abrumadora impresión del desierto.
–Ya estamos llegando al palodeagua –dice por
fin el patrón, dirigiéndose al pasajero de la toldilla y señalando un árbol
gigante–. Bajo ese palo puede usted almorzar cómodo y echar una buena
siestecita.
El pasajero inquietante entreabre los
párpados oblicuos y murmura:
–De aquí al paso del Bramador es nada lo que
falta, y allí sí que hay un sesteador sabroso.
–Al señor, que es quien manda en el bongo,
no le interesa el sesteadero del Bramador –responde ásperamente el patrón,
aludiendo al pasajero de la toldilla.
El hombre lo mira de soslayo y
luego concluye, con una voz que parecía adherirse al sentido, blanda y pegajosa
como el lodo de los tremedales de la llanura:
–Pues entonces no he dicho nada, patrón.
Santos Luzardo vuelve rápidamente la cabeza.
Olvidado ya de que tal hombre iba en el bongo, ha reconocido ahora, de pronto,
aquella voz singular.
Fue en San Fernando donde por primera vez la
oyó, al atravesar el corredor de una pulpería. Conversaban allí de cosas de su
oficio algunos peones ganaderos y el que en ese momento llevaba la palabra, se
interrumpió de pronto, y dijo:
«–Ése es el hombre.»
La segunda vez fue en una de las posadas del
camino. El calor sofocante de la noche lo había obligado a salirse al patio. En
uno de los corredores, dos hombres se mecían en sus hamacas, y uno de ellos
concluía de esta manera el relato que le hiciera al otro:
–Yo lo que hice fue arrimarle la lanza. Lo
demás lo hizo el difunto: él mismo se la fue clavandito como si le gustara el
frío del jierro.
Finalmente, la noche anterior. Por habérsele
atarrillado el caballo, llegando ya a la casa del paso por donde esguazaría el
Arauca, se vio obligado a pernoctar en ella, para continuar el viaje al día
siguiente en un bongo que a la sazón tomaba allí una carga de cueros para San
Fernando. Contratada la embarcación y concertada la partida para el amanecer,
ya al coger el sueño oyó que alguien decía por allá:
–Váyase alante, compañero, que yo voy a ver
si quepo en el bongo.
Fueron tres imágenes claras, precisas, en un
relámpago de memoria, y Santos Luzardo sacó esta conclusión que había de dar
origen al cambio de los propósitos que lo llevaban al Arauca:
–Este hombre viene siguiéndome desde San
Fernando. Lo de la fiebre no fue sino un ardid. ¿Cómo no se me ocurrió esta
mañana?
En efecto, al amanecer de aquel día, cuando
ya el bongo se disponía a abandonar la orilla, había aparecido aquel individuo,
tiritando bajo la cobija con que se abrigaba y proponiéndole al patrón:
–Amigo, ¿quiere hacerme el favor de
alquilarme un puestecito? Necesito dir hasta el paso del Bramador, y la
calentura no me permite sostenerme a caballo. Yo le pago bien, ¿sabe?
–Lo siento, amigo –respondió el patrón,
llanero malicioso, después de echarle una rápida mirada escrutadora–. Aquí no
hay puesto que yo pueda alquilarle, porque el bongo navega por la cuenta del
señor, que quiere ir solo.
Pero Santos Luzardo, sin más prenda y sin
advertir la significativa guiñada del bonguero, le permitió embarcarse.
Ahora lo observa de soslayo y se pregunta
mentalmente:
«¿Qué se propondrá este individuo? Para
tenderme una celada, si es que a eso lo han mandado, ya se le han presentado
oportunidades. Porque juraría que éste pertenece a la pandilla de El Miedo. Ya
vamos a saberlo.»
Y poniendo por obra la repentina ocurrencia,
en alta voz, al bonguero:
–Dígame, patrón: ¿conoce usted a esa famosa
doña Bárbara de quien tantas cosas se cuentan en Apure?
Los palanqueros cruzáronse una mirada
recelosa, y el patrón respondió evasivamente, al cabo de un rato, con la frase
con que contesta el llanero taimado las preguntas indiscretas:
–Voy a decirle, joven: yo vivo lejos.
Luzardo sonrió comprensivo; pero,
insistiendo en el propósito de sondear al compañero inquietante, agregó sin
perderlo de vista:
–Dicen
que es una mujer terrible, capitana de una pandilla de bandoleros, encargados
de asesinar a mansalva a cuantos intenten oponerse a sus designios.
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