11 de junio de 1900 - Buenos Aires |
Credo a la vida
Creo en la vida todopoderosa,
en la vida que es luz, fuerza y calor;
porque sabe del yunque y de la rosa
creo en la vida todopoderosa
y en su sagrado hijo, el buen Amor.
Tal vez nació cual el vehemente sueño
del numen de un espíritu genial;
brusca la senda, el porvenir risueño,
nació tal vez cual el vehemente sueño
de un apóstol que busca un ideal.
Padeció, la titán, bajo los yugos
de una falsa y mezquina religión;
veinte siglos se hicieron sus verdugos
y aun padece, titán, bajo sus yugos
esperando la luz de la razón.
Fue en la humana estultez crucificada;
murió en el templo y resurgió en la luz...
¡Y, desde allí, vendrá como una espada,
contra esa Fe que germino en la nada,
contra ese dios que enmascaro la cruz!
Creo en la carne que pecando sube,
creo en la Vida que es el Mal y el Bien;
la gota de agua del pantano es nube.
Creo en la carne que pecando sube
y en el Amor que es Dios.
¡Por siempre amén!
Adán Buenosayres
Libro Quinto, Parte
I
"Que a tan
doloroso extremo lo conducía." "Que solía conducirlo a extremo tan
doloroso." "Que a extremo tan doloroso. . ."
Adán Buenosayres
despierta con aquel jirón de frase que lo ha perseguido, como un tábano
imbécil, en toda la extensión de su sueño. Y al abrir los ojos ve a su lado la
figura de Irma, cuyas manos industriosas van y vienen sobre la bandeja del
desayuno.
—¿Qué hora es? —le
pregunta con infinito desaliento.
—Las diez y media
—responde Irma.
"Que a tan
doloroso extremo...”
—¿Llueve?
—Garúa.
"Y le dijo a
Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá..." ¡Basta!
Se incorpora violentamente, y sus ojos desorientados recorren la habitación
desierta. ¿Irma se ha escurrido ya? Tanto mejor.
La primera noción
que se le aclara en el entendimiento le trae un gusto de hiel: recuerda que a
cierta hora de aquel nuevo día tendrá que cumplir una serie de gestos
ineluctables; que su rostro deberá ocupar un sitio en cierta y determinada
constelación de rostros; que su voz pertenece a un coro de voces que aguardan
la suya para levantarse. Y al reflexionar en ello, tiene conciencia de que no
podrá ese día, ya que no halla en su voluntad ni un solo átomo vivo.
Sequedad y amargura
en su boca: sí, es claro, la borrachera de ayer. Con la mayor economía de
gestos Adán Buenosayres alarga su mano hasta la bandeja, vierte café puro en el
tazón cotidiano y lo bebe a grandes sorbos. Delicia. Luego, no sin embutirse
antes en su vieja salida de baño, se dirige a la ventana y escudriña el
exterior: una luz brumosa, la misma que llena su cuarto, gravita sobre la
ciudad, moja los techos, aceita las calles y esfuma los horizontes; diríase que
la pulverizada ceniza de un volcán flota en el aire y se asienta blandamente
sobre las cosas. Adán estudia las ramas esqueléticas de los paraísos que,
faltos ya de sus hojas, aún se aferran con uñas avaras al racimo de oro de las
semillas. Imaginación. En una soga de tender, allá enfrente, hay dos sábanas
húmedas que chicotean y un calzoncillo gris lleno de viento. Y el viento anda
también entre las hojas muertas, llevándose a carradas —oro y bronce— la rica
metalurgia del otoño. ¡Sí, otra metáfora! En la calle, hombres y bestias
desafían la bruma y son devorados por ella sin rumor alguno; porque adentro y
afuera el silencio se ha extendido como una obra de tapicería. ¡Bien!
Sustrayéndose a su
contemplación y al desaforado juego de las imágenes, Adán se dirige a su mesa,
carga una pipa de horno ancho y la enciende. Un vellón de humo sube al techo:
"¡Gloria al Gran Manitú, porque ha dado a los hombres la delicia del
oppavoc!" Luego vuelve a su cama y recobra la horizontal: "Mejor es
estar sentado que de pie, acostado que sentado, muerto que acostado."
¡Alegre sentencia!
Restituido a su
grata inmovilidad (y la inmovilidad es una virtud de Dios, motor inmóvil), Adán
Buenosayres recuerda los episodios de la noche anterior y su conducta personal
en cada uno. Se asombra entonces al evocarse a sí mismo en tan extraña
multiplicidad de gestos: ¡cuántas posiciones ha tomado y cuántas formas asumido
el alma bruja en el espacio de una noche! Y entre tantos disfraces, la cara
verdadera de su alma... ¡No! Adán se resiste a entregarse tan pronto al dolor
de las ideas: es demasiado acogedora la luz que llena su habitación, y
demasiado hermoso el silencio que ha traído la lluvia: el silencio y la luz
parecen hermanos en aquella hora de ceniza; y luz y silencio, con su grata
hermandad, le hacen posible ahora un comienzo de beatitud. Habiéndose negado él
al entendimiento y a la voluntad, le queda sólo el juego de la memoria: cuando
lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros
ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es
reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo! Es una serie de Adanes
muertos que se levantan de sus tumbas y le dicen ahora: ¿Te acuerdas? La pipa,
fumada casi en ayunas, le produce una embriaguez gemela del silencio y la luz
("por eso la hoja seca es sagrada"). Y los Adanes gesticulan, allá en
el fondo, y le dicen: ¿Te acuerdas?
...Y hubo cierta
edad en que los días empezaban en una canción de tu madre:
Cuatro palomas
blancas,
cuatro celestes:
Cuatro coloraditas
me dan la muerte.
Cruzabas por tus
días y tus noches como por una serie de habitaciones blancas y negras. El
petizo lobuno era un mañero del diablo: se arrancaba freno y bozal en un mojón
del palenque, y abría las tranqueras con el hocico. ¡Y el pampa Casiano, que
con tanto arte mataba perdices a tiro de rebenque!
O un revuelo de
campanas locas te despertó al amanecer: ¡las romerías de Maipú! Era muy
temprano aún, pero latía ya en la casa un acelerado pulso de fiesta: los
hombres estaban algo duros en sus ropas de domingo; muy excitadas, las tías
jóvenes desplegaban telas brillantes, removían frascos de olor, cuchicheaban
entre sí o reían de pronto llenas de fuego; renegando en sonoras frases
vascuenses, tío Francisco luchaba con una bota que se le resistía. Más tarde,
al entrar en la iglesia, el abuelo Sebastián hundió en la pila toda su mano de
cíclope; la sacó chorreando, tocaste aquellos dedos nudosos y te persignaste de
rodillas. Después los hombres te llevaron al almacén de Olariaga, en cuyo
palenque inmenso lucía ya una hilera de vistosos caballos: adentro, junto al
mostrador, se cambiaban saludos fuertes y risas como detonaciones, entre un
olor de vino priorato, de talabartería y de farmacia. Y la estudiantina
española entró de súbito, rascando guitarras y violines: vestían trajes llenos
de luces, calzón corto, medias blancas y sombreros con plumas, y los escoltaba
un cardumen de chicos alborozados. Pero tus ojos no se demoraban en ello, sino
en las tres o cuatro figuras inmóviles que sonreían vaso en mano, detrás del grupo
y al margen de la batahola: como el abuelo Sebastián, aquellos paisanos eran,
tal vez, del tiempo de Rosas, a juzgar por sus barbas de una blancura de vellón
o sus rostros atezados y con más arrugas que un papel antiguo: llevaban todavía
chiripá negro, botas de potro y desusadas nazarenas en los talones; y en tu
asombro de niño los mirabas como si contemplases el mismo rostro de la
aventura, pues no dejabas de vincularlos a los famosos arreos de hacienda rumbo
al Chubut, a las travesías legendarias por médanos y tempestades, a toda la
gesta del resero antiguo, cuyo elogio habías escuchado tantas veces en cocinas
llenas de humo y en boca de forasteros que llegaban y se iban
inexplicablemente, como el viento. Más tarde, a mediodía, los asados humeaban, tendidos
ya sobre tizones, bajo una lluvia de salmuera. Y luego se armó el bailongo a
cielo abierto, hasta que la noche austral cayó sobre músicos y bailarines.
Ahora te ves en el
camino de Maipú a Las Armas, trazado en la llanura de horizonte a horizonte.
Son los últimos días del verano y los primeros de tu adolescencia; y estás a
caballo, detrás de cien novillos rojos, envuelto en la polvareda que levantan
cuatrocientas pezuñas. Te han dejado calzar las botas negras que, con el poncho
de vicuña y el facón de cabo de plata, constituyen la sola herencia que
recibiste del abuelo Sebastián; y el uso de aquellas botas es, a tus ojos, un
comienzo de la hombría. Montado en su pangaré memorable, tío Francisco, a tu
derecha, mastica el tabaco negro "La Hija del Toro" que nunca faltó
en su tabaquera de buche de avestruz; y al mirarlo ahora en calma, vuelve a tu
imaginación aquella noche de tempestad en que tío Francisco, ante la tropilla
de redomones que se le desbandaba por vez tercera, se tiró de su caballo al suelo,
desenvainó su cuchillo, y levantando sus ojos a las alturas desafió al propio
Dios, gritándole: "¡Bajá si sos hombre!" Al frente de la tropa van
Justino y el pampa Casiano, uno a la derecha y el otro a la izquierda; todos
llevan en el interior del chambergo una fresca rama de duraznillo blanco,
porque ya es casi mediodía y el sol dispara sus rayos verticales, como un
arquero enfurecido. Y es verdad que el sudor cae de tu frente y deja en tus
labios un gusto salobre, y que la polvareda enceguece tus ojos y reseca tus
narices, y que se aturden tus oídos con el mugir de las bestias y el alalá de
los arreadores. Pero tu corazón está repicando como una campanita de fiesta, y
no ambicionas otra suerte que la de avanzar por un camino trazado en la llanura
de horizonte a horizonte, detrás de cien novillos rojos que arden como brasas a
mediodía.
¿Desde cuándo te
hablaban así las formas resplandecientes de las criaturas? ¿Desde cuándo te
hablaban ellas en aquel idioma que no entendías aún claramente, pero que te
adelantaba la certidumbre de lo bello, lo verdadero y lo bueno, y hacía
lagrimear tus ojos, y despertaba en tu lengua la dolorosa comezón de responder
con el mismo lenguaje? Ciertamente, una mañana, leyendo tu trabajo de colegial,
don Bruno había dicho en clase: "Adán Buenosayres es un poeta"; y los
chicos te observaron a fondo, como si te desconocieran. Pero, ¿desde cuándo?
Señor, un niño que se aparta de los juegos, furtivamente, para tejer en los
rincones una urdimbre de palabras musicales: "¡Oh, la rosa, la triste
rosa, la descarnada rosa!"
Tienes ahora
dieciocho años, allá, en los campos de Santa Marta, y estás junto a Liberato
Farías el domador: abajo la tierra es un gran círculo de color de espiga,
trazado en torno de tus pies; arriba el cielo muestra su tez de jacinto, cúpula
o flor, ¿quién sabe? Liberato ha ceñido ya sus crenchas lacias con un pañuelo
de colores, y ahora se ajusta las espuelas, alegre y juicioso como un luchador
que se dispone a otro combate. Veinte pasos al frente, mordiendo el freno por
vez primera, con el lazo todavía en el cogote y sujetas ya las patas nerviosas
con el maneador, el potro negro se revuelve, inquieto y relampagueante como una
gota de mercurio: Almirón, el capataz, le agarrota el belfo con la manija de su
rebenque; tío Francisco, sin soltar el lazo, estudia con ojo atento las
ondulaciones del animal. Y tus miradas elogiosas discurren entre aquellas
imágenes, deteniéndose, ya en el domador que a tu lado se calza, rodilla en
tierra, ya en el bruto ajustado y tenso como una máquina de furor, ya en el
cielo de tez de jacinto, ya en la tierra de color de espiga. Liberato está de
pie; y ahora, llevándose a cuestas el envoltorio de su apero, se dirige
cachazudamente hacia el grupo que ya le aguarda: no bien llega, clasifica en
orden las piezas de su recado; y luego, acercándose al potro, lo recorre con
ancha mano desde el pescuezo hasta la cola, semejante al músico que, antes de
tocar, acaricia y tantea el cordaje de su guitarra. Las prendas del recado se
deslizan ahora sobre el animal: sudaderas, mandil, caronas, bastos, la cincha
que se aprieta con uñas y dientes, el cojinillo y el cinchón; mientras el
potro, que ha vacilado entre el estupor y la ira, se decide al fin y trata de
romper sus ataduras. Concluida la operación, Liberato monta juiciosamente y
afirmándose apenas en el estribo se acomoda sobre los cueros; y sólo entonces,
con amistoso ademán, ha solicitado a sus padrinos que se retiren y lo dejen a
solas con su batalla. Tío Francisco deshace la manea y el lazo; Almirón suelta
el belfo del animal; y uno y otro requieren sus caballos, a fin de acompañar al
domador según las leyes del apadrinamiento. Sin embargo, el potro no se mueve
aún, como si tuviese los remos clavados en la tierra: entonces Liberato le pone
su rebenque delante de los ojos, y el animal, encabritándose, mantiene un
instante la posición vertical, se sienta de pronto sobre sus cuartos, recobra
el equilibrio, gira violentamente hacia la izquierda y luego hacia la derecha,
no sabe si huir o revolcarse en el suelo con su jinete y todo, mientras el
domador, a bárbaros tirones de rienda, le hace doblar el pescuezo en uno y otro
sentido. Al fin, amontañándose todo y puesto el hocico entre las patas
delanteras, el animal inicia su corcoveo, luchando por librarse del jinete que
se le ciñe con el doble arco de sus piernas. Y fracasado ya todo su juego de
violencias y astucias, el potro inicia una carrera loca rumbo al horizonte,
asistido por su jinete que le da o le quita rienda. Tus ojos lo acompañaron en
aquella fuga, y tus oídos oyeron el redoblar de los cascos en la tierra sonora
como un tambor. Y viste luego cómo jinete y caballo regresaban del horizonte,
puestos ya en armonía; y cómo el domador, tras apearse y echar abajo los
cueros, palmeaba la cabeza del animal, como sellando con él un pacto
inquebrantable. Te habías acercado al potro vestido de sudor, y le mirabas los
ollares dilatados en ruidoso jadeo, la boca llena de sangre y espuma, los ojos
húmedos de gotas calientes que al resbalar fingían el curso humano de las
lágrimas. Y cuando acariciaste su belfo dolorido, llegó a tus narices el
aliento vegetal del potro: un dulce y puro aliento de inocencia. Después
acompañabas a Liberato hasta el aljibe fresco de aguas y musgos: apoyado en el
brocal, el domador tenía la placidez juiciosa del combatiente que se ha
purificado en otra batalla. Y mientras apuraba él su jarro chorreante,
advertiste cómo sus ojos azules, puestos en el cenit, se humedecían de delicia.
Entonces te alejaste por una tierra de color de espiga y bajo un cielo de
jacinto, rumiando en tu corazón lleno de alabanzas la promesa de un canto que
todavía no escribiste.
Y ahora te hallas
en Buenos Aires, forastero y estudioso de la gran ciudad, a la que acabas de
llegar, portador de un mensaje de frescura que no sabes manifestar aún, como no
sea en exclamación o balbuceo:
En el corimbo rojo
de la mañana zumban
tus abejorros,
Maravilla.
Fragmento extraído de El Cartonero Cultural
No hay comentarios:
Publicar un comentario