26 de diciembre de 1891- Estados Unidos |
SEXUS (fragmento)
Permanecimos sentados de este
modo durante algunos minutos, sin que ninguno de los dos atreviese a alzar la
mirada. Oí un respingo y, al levantar los ojos, vi su rostro temblando de
dolor. Estiró los brazos sobre la mesa y, sollozando y lloriqueando, agachó la
cabeza, apretando la cara contra la mesa. La había visto llorar muchas veces
pero aquel era el tipo de rendición más horrible e irresistible. Me enervaba.
Fui hasta su lado y le coloqué la mano en el hombro. Intenté decir algo, pero
las palabras se me atragantaron en la garganta. No sabiendo qué hacer, le froté
el cabello con la mano, acariciándoselo tristemente, distante, como si se
tratara de la cabeza de un extraño animal herido que me hubiese encontrado en
la oscuridad.
"Vamos, vamos, -logré
balbucear-, esto no servirá de nada".
Sus sollozos redoblaron. Supe que
había dicho lo que no debía. No había podido evitarlo. Hiciera lo que hiciese
-incluso si se suicidaba- yo no podía cambiar la situación. Esperaba las
lágrimas. Y también casi había esperado que yo hiciese aquello: acariciarle el
cabello mientras sollozaba y decir lo que no debía. Mi mente tenía una idea
fija. Si acababa con aquello y se iba a la cama, yo podría volver a sentarme y
terminar la carta. Podía añadir una posdata referente a cauterizar la herida.
Podía decir con una mezcla de honrada alegría y aflicción: "Se ha
terminado".
Eso es lo que cruzaba por mi
mente mientras la acariciaba el cabello. Nunca me había sentido tan lejos de
ella. Sentía los temblorosos estremecimientos de su cuerpo, pero también sentía
gozo pensando lo tranquila que estaría cuando llevase una semana sin mí.
"Te sentirás como una nueva mujer -me dije-. Aunque ahora tengas que soportar
toda esta angustia, es lógico y natural, evidentemente, y no te hecho las
culpas, pero, ¡termina de una vez!" Debí darle un tirón para puntuar mi
pensamiento, porque en ese mismo momento se sentó rígida y, mirándome con ojos
llorosos, desolados e indómitos, me rodeó con los brazos y me atrajo en un
abrazo frenético y sensiblero. " ¿No vas a dejarme enseguida, verdad?
-sollozó, besándome con labios hambrientos y salados-. Rodéame con tus brazos,
por favor. Apriétame fuerte. ¡Cielos, me siento tan perdida!" Me besaba
con una pasión que hasta entonces no había visto en ella. Ponía en ello el
cuerpo y el alma, y toda la tristeza que se interponía entre nosotros. Pasé las
manos bajo sus brazos y la levanté suavemente hasta ponerla de pie. Estábamos tan
próximos como podrían estarlo dos amantes, oscilando como sólo puede oscilar el
animal humano cuando se entrega totalmente a otro. Se le abrió el quimono y
debajo iba desnuda. Deslicé la mano por su espalda abajo, sobre sus nalgas
rellenas, hundí los dedos dentro de la gran raja, apretándola contra mí,
chupándole los labios, mordisqueándole los lóbulos de las orejas, el cuello,
lamiéndole los ojos, las raíces del pelo. Se puso fláccida y pesada, cerrando
los ojos, cerrando su mente. Se desplomó como si fuese a caerse al suelo. La
levanté en vilo y la llevé por el vestíbulo, escaleras arriba, hasta tirarla en
la cama. Caí sobre ella, como atontado, y dejé que me arrancase la ropa.
Permanecí tendido boca arriba como un muerto, la única cosa viva era mi pija.
Noté cómo su boca se cerraba sobre ella y el calcetín del pie izquierdo que me
resbalaba lentamente. Pasé los dedos por entre su largo pelo, los deslicé por
debajo de su pecho y moldeé su panza, que era suave y como de goma. En la
oscuridad había empezado a dar una especia de giro. Dobló las piernas encima de
mis hombros y su vulva tocaba a mis labios. Le levanté el culo por encima de mi
cabeza, como se levantaría un balde de leche para saciar una pesada sed, y bebí
y chupé y tragué como un gallinazo. Se había puesto tan caliente que tenía los
dientes peligrosamente atenazados alrededor de mi glande. En aquella pasión
frenética y desgarrada por la que se dejaba arrastrar yo temía que hundiese los
dientes y se me llevase la punta de un mordisco. Tuve que hacerle cosquillas
para conseguir que relajase las mandíbulas. Después de eso vino un trabajo
rápido y limpio, nada de lágrimas, ni patrañas de amor, ni prométeme esto o
aquello. ¡Ábreme de piernas y fóllame!, eso era lo que estaba pidiendo. Y me
dediqué a ello con un furor impasible. Ese podía ser el último polvo. Ya era
una extraña para mí. Estábamos cometiendo adulterio, del tipo apasionado e
incestuoso que tanto gustaba citar la Biblia. Abraham entró en Sara, o quizá
Leandro, y la conoció. (Extraña cursiva de la Biblia inglesa.) El modo como
aquellos viejos y cachondos patriarcas se cepillaban a sus mujeres jóvenes y
viejas, hermanas, vacas y ovejas, era muy hábil. Debían tirarse de cabeza, con
toda la astucia y pericia de los viejos libertinos. Me sentía como Isaac
fornicando con una coneja en el templo. Una coneja blanca de largas orejas.
Dentro tenía huevos de pascua y los iba a ir soltando uno a uno en una
canastilla. Recapacité largamente dentro de ella estudiando cada grieta, cada
hendidura y desgarrón, cada bulto suave y redondeado hinchado hasta alcanzar el
tamaño de una ostra encogida. Se apartó y descansó un poco, tocándomela con sus
dedos inquisitivos como si leyese Braille (New York Point). Se puso a cuatro
patas, como una hembra animal, palpitando y relinchando sin disimular su
placer. No salió de ella ni una sola palabra humana, ni un solo signo de que
conociese algún lenguaje que no fuera aquella especie de
mete-y-saca-subdialectal-una-tonelada-toca-el-pito. El caballero de Mississipi
se había eclipsado completamente: había vuelto a caer en ese pantanoso limbo
que forma la plataforma permanente de los continentes. Quedaba un cisne, un
mulato con labios de pato de rubí atados a una cabeza azul pálido. Pronto
viviríamos en la abundancia, en el despiporre, con ciruelas y albaricoques
lloviendo del cielo. La última arremetida, el arrastre de cenizas obturadas,
blancas y calientes, y luego dos troncos tumbados el uno al lado del otro a la
espera del hacha. Fino fin. ¡Escalera de color! Yo la conocía y ella me
conocía. Volverá la primavera, y el verano, y el invierno. Ella se balanceará
en brazos de otro, joderá a ciegas, relinchando, desbocada, se agachará y
desplomará, pero no conmigo. Cerré los ojos y me hice el muerto ante el mundo.
Sí, aprenderíamos a vivir una nueva vida, Mara y yo. Tenía que levantarme
temprano y esconder la carta en el bolsillo de la chaqueta. Es extraño cómo a
veces se pone punto final a las relaciones. Siempre se cree que uno inscribirá
la última palabra en los libros con una rúbrica florida; nunca se piensa en el
autómata que cancela las cuentas mientras uno duerme. Se lleva una contabilidad
doble, de lo más estricta. Hay como para sentir escalofríos, está todo tan
maravillosamente calculado.
29 de septiembre, 1980
Y ahora un hombre de 87 años,
locamente enamorado de una mujer joven que me escribe las más extraordinarias
cartas, que me ama a morir, que me mantiene vivo y enamorado (un perfecto amor
por vez primera) que me escribe tan profundas y emocionantes reflexiones que me
siento feliz y confuso como sólo un adolescente podría estarlo. Pero, por
encima de todo, agradecido y afortunado ¿Merezco realmente tan hermosos elogios
como tú me dedicas? Haces que me pregunte quién soy exactamente, si me conozco
en realidad y qué soy. Me tienes sobrenadando en el misterio. Por lo cual aún
te amo más. Caigo de rodillas y rezo por ti, te bendigo con la poca santidad
que hay en mí. Viaja feliz, mi queridísima Brenda y no lamentes nunca este
romance a mitad de tu joven vida. Los dos hemos sido bendecidos. No somos de
este mundo. Somos las estrellas y el universo de más allá.
Larga vida a Brenda Venus ¡Dios
le conceda dicha, plenitud y amor eterno!
Carta de amor, de Henry Miller para Anaïs Nin
“Anaïs, no creo que nadie haya
sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del
hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra
historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las
paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos
delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto
agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando
febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y
hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama
entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con
la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un
sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio
de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus
ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha”.
De: http://elcuerpodeladuda.blogspot.com
“La aceptación
completa y gozosa de lo peor en uno mismo es el único medio seguro de
transformarlo”.
“Yo no llamo poetas a
los que hacen versos, con rima o sin ella. Llamo poeta al hombre que es capaz
de alterar profundamente el mundo”.
De: Condado de las
Letras
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