domingo, 24 de noviembre de 2013

Leonardo Oyola: "Lo que uno tiene que contar"


Nací en 1973. Me crié en el oeste del Gran Buenos Aires. Escribo policiales y le guiño un ojo a lo fantástico. Colaboro en la edición argentina de la revista Rolling Stone. Mis cuentos han sido seleccionados en varias antologías y medios gráficos de nuestro país, México, Francia y España. Tengo publicadas las novelas “Santería” y “Sacrificio” en la colección Negro Absoluto dirigida por Juan Sasturain, además de “Siete & el tigre harapiento” (3era mención del Premio Clarín 2004), “Hacé que la noche venga” (Premio revelación 2008 de Revista Ñ / Clarín), “Bolonqui, Gógota” (traducida al francés) y “Chamamé” (Premio Dashiell Hammett al mejor policial en la XXI Semana Negra de Gijón;  también traducida al francés). “Kryptonita”, mi último libro a la fecha, fue elegido el mejor de 2011. -

De: http://estuarioeditora


De caravana


Adentro es de noche. Y lo único que se escuchan son disparos, frenadas y gemidos. Y algún grito solitario… de gol. Eso. Y el ruidito de cada vez que el encargado del local recibe una respuesta del contacto con el que está chateando en el MSN. Adentro es de noche. Y todos tenemos la misma cara iluminada por las pantallas de los monitores. Una cara gris tirando a blanco. Los ojos fijos. La boca como subrayando la nariz. La misma expresión. Cero expresión. No importa que se la estemos dando a un soldado, atropellando a una vieja o viendo como se cogen salvajemente a una mina. Ni siquiera un gol del Apache Tevez. Ahí adentro es de noche. Afuera es de día. Y ahí afuera no dá. No dá.
Salis del cyber: Pasás las rejas y te prendés fuego. Como que te quedás medio ciego un toque, loco. Ves todo anaranjado. El sol te mata. Más cuando andás de caravana. No me puedo acordar hace cuanto que no pego un ojo. Los pibes tampoco saben cuando fue la última vez que se acostaron. Lo que si sabemos es que fumando cada cuarenta minutos andás pila-pila. Y que venimos fumando base cada cuarenta minutos desde que no dormimos. Y que nos gastamos mucho billete. Y todos los billetes. Y que los últimos papeles que teníamos los hicimos mierda en el baño hace un rato. Y que se nos va a complicar el viaje. Y que si en quince no volvemos a pegar no va a estar bueno. ¡No va a estar nada bueno!

Ma-má: hace un calor que te derretís. Más de treinta grados y todavía no son las siete. No puedo pensar. Y no tengo que pensar. Tengo que hacer lo que hacemos siempre. Tengo que reaccionar. Antes de que alguno de los pibes abra la jeta. Antes de sentirles el aliento a bosta. Antes de mirarles los dientes amarillos. De colgarme viéndole los granos con pus ahí de reventar. De flasharla con los ojos así, todos rojos los tenemos. O de tildarme con la camiseta del Real de uno, que parece que se la pasó por el orto porque, ¿adónde se le quedó el blanco? Como a mis zapatillas. “Altas llantas sabían ser, ¿se acuerdan?”; me dan ganas de preguntarles… a las Topper, loco. Corte que éramos lindos guachos. Corte que ahora estamos re cachivaches.

En la calle nadie te fía paquete. Nadie. Porque bisnes ar bisnes. Nadie te fía salvo que tengas para pagar otra cosa que interese. Y al Tuli le intereso yo. Al Tuli le interesa chupármela. Chupármela cada vez que puede. Corte que nadie imagina que vende. Corte que nadie imagina que vende baja. Porque el Tuli es un puto cheto que vive en Cabello y El Lazo en un departamento a todo trapo. Le mando un mensaje de texto. Al toque me contesta que justo se estaba por acostar. Que por qué no me voy a dormir con él. La quiere hacer larga. Y nosotros corta. Y él está enamorado y yo —salvo por la base— con él no quiero saber nada. Nada de nada.

Por eso cuando llegamos al edificio no lo llamo por el portero. Esperamos que salga alguien. Lo hace una mujer con grandes anteojos negros que abre la puerta mientras bosteza. Y no espera a ver que se cierre. Nos colamos sin problema. Algunos subimos en el ascensor. Otros lo hacen por la escalera. Esperamos que nos alcancen en el cuarto. Cuarto C.  Le toco la puerta. Le doy dos golpes y me apoyo con las dos manos como si un rati me estuviera palpando. Escucho que adentro alguien se acerca pero no pregunta quién es. La mirilla se corre y me siento observado. Cuando las llaves hacen ruido me hago a un lado para que los pibes hagan lo suyo. Para que los pibes ataquen.

El Tuli abre con una sonrisa que borra de una cuando nos ve. Está en pelotas. Bah. En pelotas no. Tiene una toalla anudada en la cintura y otra en la cabeza. El Tuli se sabe bañar antes de meterse a la cama. Siempre. Para desenredarse el pelo tiene un secreto: se lo lava pasándose romero. Después se lo peina bien tirante para atrás. Y se envuelve la cabeza con una toalla. Nada de planchita. Posta. Por eso le queda re lindo. El Tuli abre la puerta y los pibes se le van al humo de una. Lo estrangulan. Lo amasijan. Lo hacen mierda. Yo entro último y cierro la muerta. El Tuli está acostado en el piso pero no puedo verlo. Arriba tiene a todos los pibes dándole masa. Intento esquivarlos pero no puedo. Paso por encima de ellos pisándolos. Paso por encima de ellos a buscar lo que vinimos a buscar porque se adónde buscar.

Páginas de la revista Caras envuelven la base. Seis paquetitos. Solo seis paquetitos seis. Los pibes ya están todos parados. Tienen sangre del Tuli en los garfios y en las jetas. Me da mucha bronca que lo hayamos hecho cagar por solo seis paquetitos seis. Por solo seis paquetitos de mierda. Pero vamos a lo nuestro. Voy a la heladera y encuentro dos latas de cerveza. Abro una. Le doy un beso y la paso. Hago lo mismo con la otra. Cuando las vaciamos, abollo con los pulgares las Heinekens. Las perforo con una aguja. Y les calzo la base. Antes sabía usar de pipa el pico de un sifón. Pero siempre tenía que dar la segunda porque si la fumás así queda una astilla. Y ahí es donde te hacés concha. Así no. Con la lata de birra no. No hace falta la segunda. Usas de soplete el encendedor. Hacés que la llama gire. Aspirás. Aguantás todo lo que podés. Y después volás.

Y eso hacemos. Volar con la baja. Y volar de lo del Tuli. No sin antes revisar que más nos podemos llevar. No mucho. Encuentro cien pesos y los capturo antes de que se avive cualquiera de los pibes que solo alcanzan a rescatar una tarjeta de crédito, una noubú y un MP3 con música de Damas Gratis. Cuando rumbeamos para la puerta nos damos cuenta que el Tuli todavía no la palmó. El rastro de su sangre mientras se arrastra buscando salir él primero mancha más el piso de madera. Los pibes lo agarran de los tobillos y lo llevan hasta el baño donde se la dan. Ya no va a joder más. Ni a mí ni a nadie. Pero yo quiero seguir jodiendo y siento que a los pibes ya no les queda nafta.

Dejo a la banda. Me corto solo. Están re duros. Estoy re duro. Algunos se quedan por la plaza Álvarez. No dan más. Otros tiran la toalla en el parque Las Heras. Un par encara para un cajero. Veo como luchan con la tarjeta para poder abrir la puerta mientras agarro para la avenida. Apenas doblo las rodillas en cada paso que doy. Camino hasta Coronel Díaz. Hay una cola larga para el 92. Cuando llega el bondi subimos. Somos muchos. Vamos todos apretados. Cara de dormidos. Menos yo supongo que todo el resto va para sus laburos. Los que alzan los brazos para agarrarse del pasamano muestran en los sobacos que están transpirando como chanchos. El chofer transpira como un chancho la camisa celeste.

Pasamos por el costado del Alto Palermo. Cruzamos Córdoba. El Coto de Almagro. Parque Centenario. El Cid Campeador. Donato Álvarez. Plaza Flores. El cine Rivera Indarte. Los dejamos bien atrás. De a poco el bondi se va vaciando. Uno-Once-Catorce. Parada. Toco timbre. Me bajo. El sol sigue al spiedo, loco. Por eso hay perros tomando agua de una zanja. Y un bebé —¿o ya es un nene?– revolviendo bolsas de basura amontonadas en una esquina. El carro de un botellero volcado sobre un costado. Un caballo que no se ve por ninguna parte. ¿Se lo habrán morfado? Cables de alta tensión con un par de zapatillas colgando. Acá para un transa. No va a hacer falta que me meta en un hueco. No va a hacer falta que me pierda en cualquier pasillo de la villa. Acá venden alta y baja seguro. Ya se va a aparecer alguien. Quiero fumar base ya, por eso doy unas vueltas. Y cuando fume base me voy a dar vuelta.

Se aparece el man, loco. Le falta un ojo, ¿podés creer? Está en patas y en cuero. Del bolsillo del jean se le asoma una bolsita rosa. Ahí tiene lo mío. Seguro. Está por preguntarme que onda cuando yo tanteo en mi pantalón buscando los cien pesos. No los encuentro. Ya no los tengo. Me punguearon en el 92. ¡Bo-lu-do! ¡Me descansaron un papel de cien! ¿Y ahora? ¿Cómo voy a ir a pegar? El tuerto se para frente mío. Parece jodido. Se la da de jodido. Le saco la ficha al toque. Es un pancho. Un gato. Un bigote. Un Chatrán. Tiene lo que necesito en esa bolsita rosa en el bolsillo del jean. Y yo no tengo ni una moneda. Pancho, gato, bigote, Chatrán: perdoname. Me voy a zarpar de rastrero porque no me queda otra. Va a hacer una hora que ando yirando. Ya me pasé mal. Voy a birlarte la base. Acercate. Acercate un poquito más. Dale, tuerto. Vení, vení…





El cuento por su autor

¡Qué película El duro! Mucho rocanrol, mucha mina tetona, piñas y patadas en hacha. Y algo de filosofía zen metida con fórceps. No me acuerdo si era el Dalton de Patrick Swayze o el personaje de Sam Elliott el que pronunciaba una frase de manual devenida por mi experiencia en gran verdad de la vida: “en una pelea nadie gana”. Será por eso que estoy en condiciones de afirmar con casi cuarenta años en mi haber que yo cobré mucho. Más de lo que me gustaría declarar.

Sí, sí: yo cobré mucho. Básicamente por ser un inútil para los guantes. Y principalmente por el jetón de mi hermano. También, aunque en menor medida, por culpa del jetón de mi papá, que tampoco se quedaba atrás. Claro: ellos se hacen los lindos porque saben boxear. Les sale natural. Yo me paro de manos. Tengo mi orgullo. Pero con la actitud sola no alcanza. Ojota que tampoco creo ser el típico grandote al pedo. Pero casi.

La cuestión es que además de cobrar mucho también corrí mucho. Y por eso cobré más las veces que me/nos alcanzaron. Porque hubo una vez que lo fajaron fulero a mi hermano. Que nos fajaron fulero. La hinchada de Midland. En Pontevedra. De visitantes, obvio. Linda emboscada. Como así de lindo fue el ’94 para mí: el año en que más veces me llenaron la cara de dedos.

Siempre me preguntan por qué salgo tan serio en las fotos, por qué pongo cara de malo, y la verdad es porque no tengo todo el comedor completo. Y no da andar abriendo la jeta mostrando que te faltan dientes. Igual hay una máxima que dice que juntás a todas las hinchadas de clubes del ascenso y no hacés una dentadura completa ni ahí.

La cuestión es que antes y después de ese puto-puto-puto 1994 casi siempre que hubo una pelea estuvimos juntos con mi hermano y con dos grandes amigos como lo son el Toncho Francini y el Tordo Bartolomé. Jetones como mi brother. Dos inútiles para el ring como quien escribe estas líneas. Nobleza obliga: pero con una actitud y un corazón que prefiero mil veces haberles conocido antes que sus aptitudes ocultas o prácticamente inexistentes para el combate cuerpo a cuerpo.

En noviembre del ’96 fuimos los cuatro a Mar del Plata cuando se volvió a hacer el Festival de Cine. Ellos me acompañaron, ya que no me quería perder por nada del mundo algo que para mi era una fiesta. Me soldadearon aunque no se metieran a ver cuatro películas por día, como mucho una y a la noche; durante un fin de semana en el que rompimos el chanchito, juntamos unas monedas y nos tomamos un micro.

El cuento que van a leer trata sobre los sucesos acontecidos ese sábado a la noche/madrugada de domingo en la Feliz. Más o menos. Cuando lo escribí en el 2007 para esa antología ya había publicado otros relatos más oscuros como “Matador” o “Animétal” y ni hablar de mis novelas Siete & el Tigre Harapiento y Chamamé. Pasábamos, y seguimos pasando, mucho tiempo juntos con mi hermano, mi sobrino y mi hijo. Entonces quise hacer algo más luminoso para hacer reír a nuestros chicos. Y también, como tipo, encontrar una forma de decirles a esos amigos cuánto los extraño y a mi hermano lo que lo quiero.


Un cuento para que se vayan a dormir Ramón & Tomás


Tony Plana


¿Y A ESTE? ¿DE DONDE LO TENGO? ¿De la cancha? No, de la Fragata no. Si nos conocemos todos. Del Brown no es. Y si no es del Brown, éste es puto. ¿Será del Lafe? ¡No me digás que es del Gallo! No… No… También nos tenemos bien marcados entre nosotros. Si fuera de Morón lo conocería. Ni los patas negras nos tienen tan fichados. Cara que te conozco pero no sé de dónde. Petiso. Morrudo. Bigotes anchos. Jopo. Estás distinto. Estás más flaco, ¿no? Ya te voy a sacar. Ya me va a caer la ficha.

Al tipo lo venía relojeando hacía ya un buen rato. Me daba mala espina. Corte que yo sabía que era un sorete. Que era un garca. De algún lado lo tenía. Y que él quía estuviera tan cerca y no me acordara quién era me hinchaba las pelotas. Me distraía. Por eso me perdí esa mano.

–¡La concha de su madre! ¡Lo tumbó! ¡Lo dejó culo pa’ arriba! –gritó mi hermano, el Freduli, dándome un chirlito en el brazo.

–¡Y bueno! Ya era hora, loco. Le aguantó bastante, ¿no? –me encogí de hombros volviendo a mirar el televisor… y no lo podía creer.

–¿Qué decís, boludo?

–Uia… ¡¿Lo tiró a Tyson?!

–Sí, boludo.

–¡¿Lo noqueó?!

–Sí, boludo. ¿Qué estabas mirando?

–¡Negro y la concha de tu madre!

–¡Sí! ¡Que negro de mierda! ¡Cómo se va a dejar madrugar así!

–¡No, boludo! ¡Qué negro de mierda Holyfield! ¡¿Cómo lo va a hacer besar la lona al Iron-Mike?!

–¿Que cómo le va a hacer besar la lona a Tyson? Fácil: con un cross de derecha. ¿No lo viste?

–No, no lo vi.

–¿Y qué estabas mirando?

–¡¿Y qué sé yo?!

–…

–Al petiso. A ése. El de bigote y jopo. A ése estaba mirando.

–¿Te gusta?

–Pará. Pará. Pará.

–Mirá, Pini: estamos en Mar del Plata. Está lleno de minas. Vinimos a ver la pelea. ¡Y vos me contás que le estás haciendo ojitos a Borromeo!

–¡En ningún momento te dije que le estaba haciendo ojitos al petiso! Lo que te digo es que yo lo conozco a ése. No sé de dónde pero fija que es jodido.

–Mientras no se meta con nosotros...

–Sí, pero si se mete... Ese es jodido, Freduli. Yo sé que es jodido.

El Toncho y el Tordo volvieron con nosotros a la barra después de haberse chamuyado a dos chicas. Esa última hora los cuatro habíamos estado haciendo deportes. Mi hermano y yo chupando cerveza y mirando la pelea. El Toncho y el Tordo jugando al paddle con las minas del bar. Meta rebotar una y otra vez.

–¡¿Vieron la mano que se comió el negro?!

–Yo sí. El Pini no.

–¿Cómo que no viste el terrible zapallazo que se tragó Tyson?

–Me distraje –mandé fruta levantando los brazos.

–Seguro que con el culo de ésa. ¡Cómo le metería mano a la pendeja!

–El Pini estaba mirando al petiso de nariz subrayada. Dice que lo conoce. Que no sabe de dónde. Pero que es jodido.

–…

–Sí...Yo también lo tengo visto –saltó el Toncho–. Pero sin bigote, ¿no?

–¡Sí, loco! ¿Quién es?

Estaba solo en la mesa tomando un mojito. Se lo veía medio en pedo. Jeans. Camisa blanca. Saco color crema. Eso sí: usaba botas texanas negras. Como nosotros, los cuatro jinetes del otro far west. Como El Duro, mi amigo, el Tordo Patrick Swayze. Como el Toncho Francini, nuestro Ivo Cutzarida talle S. Como los hermanos Frank & Jesse James Oyola, carajo.

–Vestido de blanco. Sí. De traje blanco. Yo lo vi vestido de blanco.

–¿Como Travolta?

–Daba muñequito de torta. Pero era pilcha de milico.

–¿De milico? ¿Y de blanco? Eso es re Village People, loco.

–Y pinta de “último tren a Londres” tiene. Posta: ese es lastrein tu london.

–No, boludo… ¡Ahí me acordé! ¡Cagando a sopapos a una mina! ¡Yo lo vi meta darle soplamocos a una morocha!

–¡Pero qué hijo de puta!

–Si, un hijo de puta el petiso. Te dije.

–¿Dónde, loco? ¿Allá en Casanova?

–Sí, me parece que por la casa de mis viejos.

–Entonces éste tiene que ser de la villa de la curva o de la de Burgos.

El petiso de bigote y jopo nos clavó la mirada. El quía se dio cuenta de que lo estábamos fichando. Le dio un sorbo al trago y levantando la perita nos cogoteó como diciendo “¿Qué miran?”.

Saltó mi hermano:

–¡Vos qué mirás! ¡Payaso!

–¡Payaso! –gritó el Toncho y me cuchicheó al oído–. Yo lo vi vestido de payaso. Y no un payaso cualquiera. Era un payaso asesino.

–¿Cómo el de It? ¿Cómo Pennywise?

–¿Un payaso asesino? –repetía el Tordo–. ¡Un payaso asesino! ¡Sí! ¡Se tragaba no sé qué poronga y se convertía en una bomba humana! ¡Y se metía en un jardín de infantes para hacer volar a la mierda a todos los pendejos y a las maestras!

–¿Es terrorista?

–Sí, el payaso asesino era terrorista.

–¡Ah! ¡Ya me acuerdo! –interrumpió el Toncho– Los borregos y las minas no cagaban fuego porque justo aparecía Remington Steele, ese que ahora hace de James Bond, y le daba para que tenga, lo sentaba en una silla de ruedas y lo empujaba contra una fuente donde... ¡Bum!

–¿Me están diciendo que el chabón es actor?

–Sí, sí.

–Y que de ahí lo tenemos: ¿de la tele?

–Sí.

Para cuando nos avivamos los tres, mi hermano ya se le había ido al humo al petiso de bigote y jopo, actor.

–¿Qué estás mirando, Super Mario Bros? –le volvió a preguntar y, cuando el otro le contestó, Freduli se emborrachó de sólo sentirle el aliento.

–Bumbumchácata, m’hijo. ¿Tú eres comemierda o qué? ¿Estás de pinga?

–Mirá: si no venís con subtítulos a mí me hablás en criollo, bigote.

–Ay, chico, ¿y tú qué te traes con mi bigotico?

–¡Pará! ¡Pará! ¡Pará, Freduli! Ya sabemos de dónde lo tenemos al loco.

El petiso se paró inflando pecho.

Muy orgulloso él, recitó a lo Troy McClure de Los Simpson:

–Me habrán visto en el cine. Trabajé con Oliver Stone en tres películas. También me dirigieron grandes como Clint Eastwood y Kenny Rogers.

–No, chabón. A vos te tenemos de la tele.

–Vos sos siempre el villano invitado.

–El malo. Sí.

–Casi siempre hacés de narco.

El petiso de bigote y jopo, actor, se desinfló.

Suspirando, resignado, enumeró:

–De narco, de policía corrupto, de curita de campo, de marido golpeador, de espalda mojada o de terrorista. Siempre hago de terrorista.

–Todo piola, bigote –le dijo el Toncho extendiéndole la mano; se engancharon de los pulgares y se dieron un apretón fuerte–. Gastón Francini –se presentó el Toncho.

–Tony Plana, caballero. Encantado de conocerlo. Encantado de conocerlos. ¿Toman unas cervezas conmigo?

¿Y si el petiso estaba en paganini por qué le íbamos a decir que no?

Nosotros no le dijimos que no. No lo despreciamos.

Fue la ley. Pronunciada por un megáfono que sostenía un pata negra que había entrado al bar.

–Por decreto número 1555 promulgado por el gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Dr. Eduardo Duhalde, siendo las tres de la mañana, comienza a regir la veda nocturna. De no cerrar las puertas, el establecimiento será severamente multado. Asimismo, las personas que se queden circulando por las calles.

Encima esa medianoche había cambiado el huso horario. Para nosotros seguían siendo apenas las dos de la mañana. Todo mal.

–Loco, ¡no se pueden poner la gorra así!

–Pueden. Porque son la gorra, boludo.

–¡Pará! ¡Pará! ¡Pará! No nos podemos ir al sobre todavía. La noche está en pañales…

–Sí, la noche está en pañales y ya se cagó.

–¡No seas pesimista, Toncho!

–Yo tengo 42 años y a mí nadie me manda a dormir –copó la parada Tony Plana–. ¿Qué son estas pendejadas, mamones?

El pata negra lo escuchó. Se acercó hasta el petiso y, siempre con el megáfono en la mano, le ladró: “¡Documentos!”. Tony Plana metió la mano en el saco y nosotros esperamos que sacara un chumbo. El cana, pensando lo mismo, se destiñó del cagazo.

El petiso peló pasaporte.

–¿Cubano? –preguntó el megáfono lo obvio, lo que había leído.

Y pensar que Duhalde decía que teníamos la mejor policía del mundo.

–Sí, nací en La Habana.

–¿Y qué anda haciendo en la ciudad?, ¿se puede saber?

–Soy una estrella invitada al Festival de Cine... Oficial, ¿podría hacerme el favor de hablar sin el megáfono?

–Negativo –contestó el pata negra y el chirrido del megáfono nos hizo zumbar los oídos–. Le sugiero que se retire a su hotel o a donde sea que esté alojándose. Lo mismo va para el resto de los ciudadanos aquí presentes.

–Oficial, sabrá disculparme pero tengo entendido que la Argentina es un país democrático. ¿Cómo puede ser que esté restringido andar por la calle…, tomarse algo?

El megáfono volvió a ladrar:

–Por decreto número 1555.

–Y cuál es la intención de ese decreto, ¿seguridad?

El megáfono contestó:

–Cerrar todas las discotecas y lugares bailables a las tres de la mañana, para que los jóvenes vuelvan antes a casa y estén más tiempo con sus familias.

Tony Plana se puso loco.

–¡Hijoeputas: pónganse duros, orita! ¡Porque a mí me corren de este bar sólo si me fusilan! –le gritó a la autoridad antes de mojarnos las orejas a nosotros, los jóvenes argentinos– ¡Y ustedes! ¡No sean maricotas! ¡Nadie se va a dormir todavía que la noche no se ha acabado ¡A echarles cojones a los malos tiempos y golpearse el pecho en actitud de gorila, amigos!

–Tony, Tony: pará, pará, pará. “Actitud de gorila.” Esa frase acá no va.

–¡Mierda! ¡Lo digo de verdad! Si nos ponemos firmes… Si nos plantamos… ¿Qué nos pueden hacer?

El petiso nos cebó. Nosotros también pegamos unos cuantos gritos. Alguien boqueó un “¡Cabezón hijo de puta!”, otro saltó con un “¡Duhalde agarrame ésta!”. Cantitos de hinchada. Pogo. Manoseos. Forcejeos. Varios: “¡Dale! ¡Vení, puto! Sacanos”. Escupitajos desde todos los puntos cardinales hacia el megáfono. Todos los pollos habidos y por haber haciendo blanco en el pata negra. ¿Qué sé yo? Un barman que dice: “bueno, basta ya, muchachos”; incitando, innecesariamente, a la violencia que derivó en un posterior choreo de botellas de la barra. Lo usual en estos casos. Física pura. Acción y reacción.

¡Qué poco dura una alegría, chabón!

Entró la montada.

Ocho caballos adentro del bar. Las espaldas de los jinetes rozaban el techo. Los bastones y los escudos eran altos como yo. Arafue, otros diez para nada pequeños ponies esperando en la avenida Luro. No era la primera vez que nos enfrentábamos a la montada. Habíamos tenido nuestros encuentros de visitantes una vez en la cancha del funebrero o cuando los Redondos presentaron en Huracán Lobo suelto, cordero atado.

Déjà vu. El rati tirándonos el yobaca encima al Freduli y a mí. Los dos corriendo en zigzag, como Michael Caine y Cliff Robertson esquivando la ráfaga de balas de la ametralladora japonesa en esa película sobre la Segunda Guerra Mundial que habíamos visto en Sábados de Super Acción, evitando así que nos calcen un palazo.

Sí: en Chacarita y en Parque Patricios nos había funcionado. En Mar del Plata no. ¡Qué muñeca la del cana! Así: ¡TUC! ¡TUC! Nos surtió a los dos. Ahora mi hermano todo un mártir: no largó ni ahí el Bacardi Oro. Tampoco el añejo especial de Havana Club.

En la corrida nos reencontramos con el Toncho y el Tordo. Como pudimos entramos en un taxi. Tony Plana subió con nosotros tirándose de palomita por la ventanilla al asiento trasero.

–Son cinco. No los puedo llevar a todos –se quejó el chofer.

–Podés –le dijo Tony Plana poniendo la cara de sopapear morochas.

El taxista carpeteó por el espejo retrovisor. Después metió primera y sacó al 504 arando. Nos preguntó qué había pasado. Le contamos. El nos sugirió:

–No sé si lo saben, pero quedan afuera de la restricción las estaciones de servicio en las rutas. Si van para Punta Mogotes, hay una YPF donde se arma linda joda. Digo: si no se quieren ir a dormir todavía…

–¿Y qué joda se puede armar en una YPF?

–La que se pueda armar con una rocola, alcohol y putas.

Acercándole un billete de 20 dólares, Tony Plana le pidió que nos llevara a la YPF de Punta Mogotes.

Y era así nomás. La puerta corrediza se abrió dejándonos sentir el frío del aire acondicionado. Adentro sonaba en la rocola un lento de Dire Straits que no era “Tu último truco”. Un traba, dos cachalotes y una orca bailaban sensuales en los pasillos de las góndolas.

Una de las máximas de Pappo es: “Seis de la mañana. Empanada… y si es de carne, adentro”. Por eso le pagamos los quince pesos por cabeza que nos pidió el playero para poder quedarnos.

–Arreglan con las chicas la tarifa de acuerdo al servicio que quieran.

Las trolas se sentaron con nosotros y nos pusimos a escabiar. Y mientras se ponían mimosas y hacían su numerito, hablamos de la pelea de Tyson y esa ñapi que me perdí. Putañeros viejos todos, incluso Tony Plana, hacíamos tiempo para ver a las que faltaban, seguro mucho más lindas.

Mientras tanto, en el salón de la justicia… el travolta se puso cariñoso con el Toncho. Y el Toncho también mimoso con el travolta. El Tordo se perdió entre los dos cachalotes como si fuera Jacques Ives Costeau. Y el Freduli jugaba a ser Gustavo Bermúdez con la orca sentada en una de sus piernas, esperando que se apareciera algo más cerca de Araceli que de la ballena super star del Mundo Marino.

Con Tony Plana charlamos bastante. Y a mí me pintó el cholulaje. Preguntarle sobre los actores con los que él había laburado y yo admiraba.

–¿El viejo del Lobo del Aire?

–Un chalado.

–¿Y el que maneja el Lobo del Aire?

–Un yonqui.

–¿Don Johnson?

–Otro yonqui.

–¿Y el negro de División Miami?

–También yonqui

–¿Johnny Depp? ¿Los del Comando Especial?

–¿Los 21 Jump Street? Todos yonquis.

–¿El lungo que hace de Hunter?

–Alcohólico.

–¿La compañera de Hunter?

–Esa morochaza se la pasaba de party en party.

–¡Bien ahí! ¿Y los de NAM: Primer Pelotón?

–¿Los de Tour of Duty? ¡Ufff! Chalados, yonquis, alcohólicos. Se la pasan de party en party.

–Che… ¿Y Richard Gere? Se la morfa, ¿no?

–¡Je! ¿Que si el Ricardo es maricotas? ¿No sabes con quién duerme?

–Sí, con Cindy Crawford. Pero eso dicen que es puro chamullo.

–Mira: cuando filmamos Oficial y caballero…

–Reto al destino.

–¿Reto al destino le pusieron acá? Bueno, Ricardito en ese set era gallo en gallinero. Anota: con Debra Winger, con la actriz que hacía de amiga y compañera de la fábrica, con todas las extras que hacían de obreras de la fábrica, con todas las extras que hacían de marines, con el personal militar femenino que asesoraba técnicamente en el set, maquilladoras, vestuaristas, catering, pasantes... Suéltalo acá dentro a Ricardo. ¡Hasta a nosotros no nos perdona!

–¡Ah! Entonces atiende los dos teléfonos.

–Ricardo te atiende. Punto. Y hablando de atender –cabeceó, señalando a una pendeja rubia que entraba dejando todavía dado vuelta a un pescador con el que había estado afuera en un Ami 8 abandonado.

–Blondie –la llamó el playero–, llegó más gente.

–Tu sabrás disculparme –me dijo Tony Plana palmeándome el hombro izquierdo antes de guiñarme un ojo.

Encaró para el lado de esa putita hermosa. Pisando fuerte con las texanas. Subiendo y bajando los hombros. Estaba por agarrarla de una muñeca, a lo macho-cubano, cuando Ayrton Freduli Senna lo pasó en la última curva dejando de lado todo lo que es el franeleo previo para ir derecho a los bifes y de parado hacerle ahí nomás cucharita a la rubia, haciéndola volver sobre sus pasos de vuelta para el Ami 8.

No podía dejar que mi hermano fuera tan mal educado.

–Pará... Pará... Pará... Cucharitachacaritacucaracha: dejalo ir a él primero con Blondie. Se portó esta noche el petiso, ¿no? Estuvo piola. Copado… ¿Qué sé yo? Boludo: es Tony Plana.

A Freduli se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Una sonrisa endiabladamente borracha. ¡Qué hijo de puta! Y eso que también es mi mamá. Antes de irse con la rubia, mi hermano dejó de abrazarla para dedicarme un furioso montoncito siamés con los dedos de las dos manos, mientras me decía:

–¡¿Y QUIEN CARAJO ES TONY PLANA?!

Publicado en CUENTOS 3: UNO A UNO / Los mejores narradores de la nueva generación escriben sobre los ‘90. Selección a cargo de Diego Grillo Trubba. Editorial Mondadori. 2008.


De: Página 12.com



Relatos desde los bordes

ÚLTIMA ACTUALIZACIÓN EN 24 OCTUBRE 2013
ESCRITO POR: ROSALBA OXANDABARAT


LOS SULTANES DEL RITMO
Con Leonardo Oyola

Vino a la Feria del Libro a presentar “Los sultanes del ritmo”, donde reúne varios relatos y que publica en Montevideo Editorial Hum en su serie Cosecha Roja. Pero este hombre nacido en 1973 es autor de otros libros, entre ellos “Santería y sacrificio”, “Siete & Tigre harapiento” –tercera mención del premio Clarín 2004–, “Hacé que la noche venga” –revelación 2008 en la revista Ñ–, “Bolonqui”, “Gólgota” y “Chamamé” –premio Dashiell Hammett al mejor policial en la XXI Semana Negra de Gijón.
Desde el primero al último relato, Los sultanes del ritmo sorprende por la crudeza del lenguaje, acorde con la de las situaciones y personajes recreados. Es difícil, y vergonzoso, entrevistar a alguien habiendo leído uno solo de sus libros –éste–, pero aun así valía la pena acercarse a quien es capaz de escribir de esta manera.

—Me sorprendió mucho el lenguaje, el ambiente, los personajes, una conjunción de violencia y sordidez que no se encuentra fácilmente en la literatura. ¿Todos tus libros son así?
—Tengo algunos un poco más luminosos. Por ejemplo, mi editora me convenció de escribir un libro infantil, que transcurría, sí, en ese ambiente digamos marginal, pero sin esa sordidez
—Es que cuesta adivinar bajo esa piel tan deslumbrante de Buenos Aires historias y personajes como esos.
—Buenos Aires no es sólo Capital Federal. Yo ahora vivo ahí, y me encanta, pero con media hora de colectivo encontrás muchas otras realidades, con una densidad de gentes y de historias... Realidades no sólo más austeras sino también más desprolijas, donde todo lo institucional está viciado y la gente está muy desamparada
—En “Animétal”, el relato narrado por el coreano, hablás de ese perderse en barrios que para los que no son de ahí son una suerte de extranjería.
—Ese cuento me lo pidieron para una antología sobre barrios porteños, y yo quise escribir sobre ese porque me pasó que fui, pensé que iba a ser otra cosa, y fue duro salir del barrio coreano. Pero era lo mismo que le hubiera pasado a cualquiera que llegara a mi barrio. Uno se daba cuenta cuando alguien era de afuera, y seguro iba a aparecer alguien pidiéndole plata, pero también quizá alguien solidario. Pegado al barrio coreano hay un barrio de paraguayos que a su vez está pegado a la cancha de San Lorenzo, entonces cuando juega San Lorenzo hay un choque de la barra brava de San Lorenzo con la del que juegue contra San Lorenzo, y de las dos con las gentes del barrio, para los que esas barras son ajenas. Desde el barrio se mira a los otros como ajenos, y eso me pasaba a mí en el mío.
—¿La Matanza?
—Partido de La Matanza, mi barrio es Casanova.
—El más golpeante de los relatos reunidos en Sultanes del ritmo es, para mí, el primero: “Matador”. Ese motín con tal nivel de violencia, cortarle la cabeza a uno y obligar a su amigo a jugar a la pelota con esa cabeza…Cuesta otorgarle verosimilitud.
—Pero eso ocurrió. Me convocaron para una antología llamada In fraganti, que era ficcionalizar motines carcelarios ocurridos en Argentina. Justo había terminado Chamamé, donde tengo un motín, y cuando me dieron ese tema, basado en el motín que llamaron “de Los 12 Apóstoles”, no quería porque pensé que me iba a repetir. Pero no había caso, ya estaban todos repartidos. Me puse entonces a leer diarios de la época y me di cuenta de que eso daba para hacer una novela, pero el antologador me aconsejó que me concentrara en una de las tantas cosas que pasaron allí, no en todo el motín. No se podía usar el nombre real de Los 12 Apóstoles, que era la banda, yo los llamé Los 11 del Chelo. Al que no se sumaba al motín lo mataban y de una forma extremadamente cruel, como para que nadie más se negara a ser parte. Lo de la cabeza cortada es escalofriante, pero hubo cosas más horribles que dejé afuera, como por ejemplo que para que no les siguieran imputando crímenes, a los presos que mataron los cocinaron y dentro de empanadas se los hicieron comer a los guardiacárceles que tenían de rehenes, diciéndoles que ahora iban a ser mejores personas porque tenían un preso adentro… Ese motín fue en Semana Santa, y a muchos les vino como una enajenación de tipo mesiánico, bíblico. Cuando el juicio de Los 12 Apóstoles parecía El silencio de los inocentes, venían encadenados a más no poder, y durante los careos y el juicio estaban en jaulas de cristal blindadas. Y ellos con una frialdad terrible.
—El dato viene de la realidad, lo que inventaste fue el personaje que lo cuenta.
—Quería que fuera distinto al motín narrado en Chamamé, entonces decidí hacerlo a través de esa historia de amor, que además no te deja saber si alguna vez sucedió algo o no entre el narrador y el chileno, o sólo fue una relación platónica; pero a la vez ese narrador, en primera persona, es un testigo de lo que pasó. El fin del relato es de una violencia extrema, en realidad ahí comenzaría una serie de hechos horribles, de los que algunos se conocen y cuántos ni siquiera se habrán contado.
—¿Pero has tenido en tu vida trato directo, conocimiento, de personas así?
—En los barrios se convive mucho con gente que trabaja “por izquierda”, y uno no se mete ni los juzga, lo mejor es saber lo menos posible porque a lo mejor un día precisás un favor de vecino y el tipo está ahí y hay que sostenerle la mirada. No hablo de gente como Los 12 Apóstoles, eso es algo enajenado, fuera de lo común. Motines hay muchos, pero ese se inició como un motín y se convirtió en el infierno
—Resulta muy atractivo el personaje de “Oxidado”, el veterano que con años de cárcel se convierte en un gran lector.
—Ese personaje, en un 50 y 50, está inspirado en cosas de mi abuelo y cosas de mi maestro, (Alberto) Laiseca. Ahí lo que me gustó fue explorar la relación de ese abuelo y ese nieto que no se conocieron nunca; se encuentran como dos adultos, pero con todo lo que le pasó a cada uno, llegado el momento, la sangre tira…
—¿Por qué todos los relatos de Sultanes del ritmo están narrados en primera persona?
—Porque una de las cosas notables que tiene la escritura, me decía mi maestro Laiseca, es la capacidad de poder desdoblarte, de actuar, de ser otro. No tengo formación teatral para nada, pero te vas convirtiendo en otro a medida que vas escribiendo. Además, a la hora de narrar hechos, la primera persona siempre va a hacerlo subjetivamente, no puede dar un plano general, anticipar, contar lo que sucede en otro lado, etcétera. Mi primera novela sí está contada en tercera persona, y la que me están por publicar ahora, pero la mayoría de mis relatos están en primera persona, o en segunda.
—¿Qué influencias o referencias tenés para tu escritura?
—Haber descubierto a Guillermo Orsi me cambió la vida. Había leído sobre él, que ganó el premio Dashiell Hammet (con Nadie ama a un policía, en 2010). Busqué su novela, me encantó, y después seguí buscando todas sus cosas. Antes, de adolescente, cuando me largué a leer, leí todo Chandler, Hammet, todos esos monstruos que fueron los grandes líderes, con una fuerza y un anacronismo a la vez impactantes.
—¿Leíste a los nórdicos, que hoy además algunos son invitados en esta feria?
—De los que están acá no leí a ninguno, sí a (Stig) Larsson, como todo el mundo, a Mankell, me parece muy ameno más allá de los temas que trata, con gran oficio. En el caso de Larsson, el primer libro me pareció muy efectivo, y además inventó ese personaje increíble, Lisbeth, luego me pareció que las tramas comenzaban a hacer agua. Pero con los suecos, con todos, me pasa que ese tipo de crímenes que narran no me parecen cercanos, sus temáticas como que un poco me alejan.
—La novela rioplatense, sobre todo la argentina, como que tiene una impronta mas realista.
—Y sin la figura del detective, que ellos usan siempre, que es algo que prácticamente por acá no existe
—Sasturain tiene a Echenique.
—Cierto, pero está ambientado en la época de la dictadura, y casi el gran tema de la novela (Pagaría por no verte), más que lo policíaco, es el envejecer, que es lo que le pasa a Echenique.
—¿Por qué pensás que ahora se escribe muchísimo policial en Argentina, y hasta también acá?
—Es que se han dado vuelta las reglas. Antes un escritor de pronto no quería meterse en el policial porque era un género considerado menor, superficial. Y los escritores manejaban además un lenguaje muy alejado de lo popular, que de pronto un trabajador no podía entender. Pero ahora tenemos festivales, premios, a la gente le interesa.
—¿Tiene larga vida, el policial, o es una moda que pasará más o menos rápido?
—Tiene larga vida. Dejó de ser literatura menor, tiene buena exposición. El peligro es que por esa popularidad actual algunos escritores trabajen forzados y larguen libros poco felices. Siempre hay que ser genuino, con corazón, y mucho conocimiento de causa.


De: Brecha.com


De la villa miseria a la Feria del Libro

Después de pasar por Montevideo, Leonardo Oyola volvió para presentar en San José su libro Sultanes del ritmo

+ Andrés Ricciardulli - 30.10.2013, 05:00 hs

A pesar de ganar el premio Dashiell Hammett en la semana negra de Gijón y de llevar publicadas siete novelas, al argentino Leonardo Oyola todavía le resulta complicado moverse con soltura bajo las luces del éxito y de los medios de comunicación. Hay algo en sus actitudes, en su extrema amabilidad, en su aparente calma interior, que desconcierta al interlocutor y lo pone alerta. Debajo del inseparable gorro con visera con el que reivindica su estirpe villera, un par de ojos serios avisan que ya han visto mucho. Oyola es como un león listo para saltar sobre su presa si la ocasión lo requiere; pero hace años, dice, eligió pelearse con el mundo desde la palabra. Nacido hace 40 años en Isidro Casanova, en una villa miseria, al cumplir los 20 se alejó de la esquina de siempre para intentar romper el círculo.Buen estudiante, y mejor lector, descubrió que los libros le podían cambiar la vida, y se entregó por entero a la literatura. Hoy vive de lo que escribe, y relata su historia con la misma serenidad con la que dice un día se fue del pago para no volver.  Esta semana estuvo en la Feria del Libro de San José, y El Observador conversó con él.¿Lo que relata en los cuentos de Sultanes del ritmo es además de literatura una denuncia?
No sé. No creo que sea una denuncia. Lo que sí es cierto es que de acuerdo a la historia que estoy contando trato siempre de apoyarme en la realidad. Y lamentablemente en Argentina hay muchas cosas de las que no se habla y que sin embargo son moneda corriente. Muchas de esas cosas están en este libro de cuentos. Quizá la excepción sea  el cuento Matador, que está inspirado en un hecho real, el motín más sangriento de la historia de mi país, llamado popularmente “el de los 12 apóstoles”, en Sierra Chica, en la década de 1990. Yo ahí quise contar una historia de amor en esas circunstancias, en las peores. La cárcel lleva a la persona a la inhumanidad. A traspasar todos los límites. Los amotinados, esa vez, cocinaron los cuerpos de los presos que se negaron a seguirlos, y después se los dieron de comer a los guardias secuestrados. A los policías les decían que así eran mejores personas, que ahora llevaban un preso adentro. Fue todo muy espantoso, un horror.

¿Siempre trabaja desde el realismo sucio? ¿Siempre escribe como se habla en la calle, en la villa?
Bueno, casi siempre me adapto al perfil de mis personajes. En las primeras novelas que escribí, que son policiales de época, tanto Siete & el tigre harapiento como en Hacé que la noche venga, que se desarrollan una a finales del siglo XIX y la otra en la década de 1940, está muy presente el ambiente del tango y el lunfardo. Cuando las escribí me di cuenta de que me interesa mucho la cuestión de la jerga. Acá en Uruguay, en estos días, también he captado las particularidades suyas. Seguramente aparecerá algún personaje en mis libros que use los modismos de ustedes.

¿Pero no lo limita tener que escribir acerca de personajes algo básicos, al menos en su manera de expresarse y de ver el mundo?
No, no me limita. Tiene que ver con lo que uno tiene que contar. Al usar la primera persona, hay un desdoblamiento, que es muy interesante, y hay que tratar de reproducir como hablan ellos. En el caso de Matador, por ejemplo, si yo elijo la tercera persona me tengo que alejar de la jerga tumbera. También hay que saber confiar en el lector, hay que creer que en contexto y sin nota al pie, va a  entender. También es cierto que la jerga va mutando con las generaciones y eso también es un desafío para mí.

¿Qué era una villa antes y qué es ahora?
Las villas han ido cambiando, no solo por el paso del tiempo, sino también por el uso de las nuevas tecnologías. También por los gobiernos que van pasando. En mi caso, lo que veo, es que la droga, el paco, destrozó todo. Los mismos políticos, cuando no pueden conquistar el voto de los pibes chorros, usan un verbo, que es fantasmear, que significa volverlos zombis. Está el concepto de que son adictos, y que si no están para ellos en las elecciones, pues que no sirvan para nadie, para nada. El tema de la adicción hace que uno no se domine, que rompa los códigos. Antes el pibe que robaba no lo hacía en el barrio, se iba  a otro lado. Ahora roban a la madre, asaltan al vecino, le afanan la ropa a los niños. Esas cosas hay que cortarlas, pero es como un monstruo al que no debió despertarse nunca.

¿Hay una cultura de los pobres de la villa que reivindicar?
No es reivindicar, es contar. Y tampoco es estetizar la pobreza, ni hacer pobres felices. Yo creo que hay gente que ahí adentro trata de ser feliz a su manera. Hay gente que elige seguir viviendo ahí a pesar de todo, y hay que respetarla.

¿Cómo se podrían erradicar las villas miseria?
Es complicado. La historia muestra que en Argentina ningún gobierno reconoce lo que hizo el anterior. Más allá de la pobreza, que es un problema principal en mi país, está el tema de la centralización de Capital Federal. De ahí surge la pobreza, el olvido, el abandono. Hay lugares del interior que están dejados a la mano de Dios, con una lógica casi primitiva. El campo es aterrador en Argentina. Hay todavía un régimen de señores feudales. Allá el que ostenta el poder es el dueño de las tierras. Con eso es muy difícil luchar. La cantidad de villas de emergencia que se han formado en torno a los lugares turísticos es impresionante. Yo no tengo estudios como para encontrar una solución; espero que se hagan las cosas bien, tengo fé. Pero ya tengo una edad que digo: sí creo, pero tampoco lo firmo. Yo no lo veré, quizá mis hijos. Que lindo que un día se pregunten: “¿Eso pasaba en mi país?” Y que les parezca imposible.


¿Cómo son sus novelas policiales?
Mis novelas son charlas de bar. El narrador es como si se sentara con el lector y le contara la historia. Después cada una tiene su particularidad. Las dos primeras tienen el  clásico elemento de investigación, las dos que son de época. En la primera se trata de descubrir quién es el asesino serial,  y en la segunda saber por qué se mató a determinada persona. En Chamamé toco el tema de la traición, porque es un ajuste de cuentas entre dos piratas del asfalto. En Gólgota es el asunto de la justicia por mano propia; son dos policías acostumbrados a ver el dolor, y a trabajar en la mugre, y surge el debate de si ellos pueden ejecutar la ley primera, que es la ley del Talión, el ojo por ojo, y cómo los policías debaten sobre esa supuesta potestad. Después tengo una saga que se mete con el tema de la santería, la vinculo con el amor, con lo que hace un grupo de personas después de recurrir a la violencia, después de apelar a Dios, y finalmente optar por la santería para defender a los suyos.

¿Cómo fue ganar el premio Dashiell Hammett en Gijón?
Fue impresionante. Muy importante para mí. Además es un premio de reconocimiento de los colegas y eso pesa. Cuando dieron el dictamen, y después se acercaron a felicitarme, fue emocionante. Casi irreal, porque yo a ese viaje fui con 200 pesos argentinos; cuando llegué a Madrid me di cuenta de que eso me alcanzaba solo para unos desayunos. Estaba angustiado al principio, pero al final todo salió bien. Fue un gran honor, y me abrió las puertas del mercado español, y también  en Argentina, donde hay mucho escritor, y tampoco es fácil.


De: El Observador.com


Chamamé es un salvaje ajuste de cuentas entre dos piratas del asfalto. Un duelo a muerte entre criminales con un estricto código de honor y un western contemporáneo a ritmo de rock n' roll. Una cacería por las polvorientas y calurosas rutas del litoral argentino, donde Manuel Ovejero --alias el Perro-- busca la cabeza del Pastor Noé mientras cada uno sueña con una segunda oportunidad. Hombres monstruosos o monstruos humanizados, Manuel y el Pastor persiguen desesperadamente la redención: una paz que han dejado atrás y que ya no encontrarán en la venganza ni en la fe. El pasado los mantiene anclados a la mugre y la furia de sus marginales vidas de delincuentes. Con esta novela impecablemente trenzada y llena de guiños a la cultura popular --literaria, musical y cinematográfica--, Leonardo Oyola sumerge al lector en una narración vertiginosa y absorbente, y se afirma como una de las voces más originales de la actual narrativa argentina. Manuel "Perro" Ovejero cumple condena en el pabellón de los evangelistas, donde le aconsejaron ser destinado para reducir sentencia por buen comportamiento. Allí conoce al Pastor Noé, un predicador alucinado convencido de que Dios le habla a través de las letras de las canciones de la radio. También allí ambos se ganan la enemistad del Pombero Vega y su legión de matones paraguayos. El Perro y Noé sobreviven a una reyerta con los secuaces del Pombero y cumplen sus respectivas condenas para, una vez fuera, iniciar una asociación delictiva con la banda de Yáñez. Hasta el día en que son informados de un motín en la cárcel que resulta con la fuga del Pombero y su gente, ahora libres para cobrarse su venganza: entonces deciden dar un último golpe por su cuenta y desaparecer. Secuestran a la hija y la empleada doméstica de la acaudalada familia Madariaga Ledesma; pero el Pastor Noé tiene sus propios planes (Jesús le ha ordenado, siempre a través de algún tema radiofónico, fundar su propia congregación), y se da a la fuga con la totalidad del dinero del rescate y dejando a Manu Ovejero en manos de la policía y con dos cadáveres a cuestas.

De: Lecturalia.com





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