Novelas Ejemplares
"Prólogo al Lector"
por Miguel de Cervantes Saavedra
Quisiera yo, si fuera posible,
lector amantísimo, excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan
bien con el que puse en mi Don Quijote que quedase con gana de segundar con
éste. De esto tiene la culpa algún amigo de los muchos que en el transcurso de
mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio: el cual amigo
bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja
de este libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáuregui, y con
esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos, que querrían saber
qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la
plaza del mundo a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: «Este
que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las
barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes,
la boca pequeña; los dientes, ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino
seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen
correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande
ni pequeño; el color vivo, antes blanco que moreno; algo cargado de espaldas y
no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de
Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso a imitación del
de César Caporal Perusino y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá
sin el nombre de su dueño, llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue
soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia
en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de
un arcabuzazo; herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por
haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados
siglos ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras
banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de feliz memoria». Y cuando
a la de este amigo de quien me quejo no ocurrieran otras cosas de las dichas
que decir de mí, yo me levantara a mí mismo dos docenas de testimonios y se los
dijera en secreto, con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio; porque
pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios es disparate, por no
tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios.
En fin, pues ya esta ocasión se
pasó y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico,
que aunque tartamudo no lo será para decir verdades, que dichas por señas
suelen ser entendidas. Y así, te digo otra vez, lector amable, que de estas
novelas que te ofrezco en ningún modo podrás hacer examen prolijo porque no
tienen pies ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca: quiero decir que
los requiebros amorosos que en algunas hallarás son tan honestos y tan medidos
con la razón y discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al
descuidado o cuidadoso que la leyere.
Heles dado el nombre de
Ejemplares, y si bien lo miras no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún
ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara
el sabroso y honesto fruto que se podrá sacar, así de todas juntas como de cada
una de por sí.
Mi intento ha sido poner en la
plaza de nuestra república una mesa de trucos donde cada uno pueda llegar a
entretenerse sin daño de barras; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque
los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los
templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los
negocios, por calificados que sean: horas hay de recreación, donde el afligido
espíritu descanse.
Para este efecto se plantan las alamedas,
se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con esmero los
jardines. Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que
la lección de estas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal
deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas
en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta
y cinco de los años gano por nueve más y por la mano.
A esto se aplicó mi ingenio, por
aquí me lleva mi inclinación, y más, que me doy a entender, y es así, que yo
soy el primero que he novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que
en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas
son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró y las parió
mi pluma y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras ellas, si la vida no
me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir
con Heliodoro (1), si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza, y
primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de Don Quijote y donaires
de Sancho Panza, y luego las Semanas del jardín. Mucho prometo con fuerzas tan
pocas como las mías, pero, ¿quién pondrá rienda a los deseos? Sólo esto quiero
que consideres: que pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran
Conde de Lemos, algún misterio tienen escondido que las levanta. No más sino
que Dios te guarde y a mí me dé paciencia para llevar bien el mal que han de
decir de mí más de cuatro sutiles y almidonados. Vale.
(1) Novelista griego del siglo
III.
De: El Cartonero Cultural.com
Paseándose dos caballeros
estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol
durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador.
Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era
y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que
el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca
a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntáronle si
sabía leer; respondió que sí, y escribir también.
-Desa manera -dijo uno de los
caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu
patria.
-Sea por lo que fuere -respondió
el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá ninguno hasta que yo
pueda honrarlos a ellos y a ella.
-Pues, ¿de qué suerte los piensas
honrar? -preguntó el otro caballero.
-Con mis estudios -respondió el
muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres
se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a los dos
caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole
estudio de la manera que se usa dar en aquella universidad a los criados que
sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus
amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador
pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras
de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y
diligencia que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que sólo se
ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir del siervo mueve la voluntad del
señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su
compañero.
Finalmente, en ocho años que
estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la universidad, por su buen ingenio y
notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su
principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras
humanas; y tenía tan feliz memoria que era cosa de espanto, e ilustrábala tanto
con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó el tiempo
que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su lugar, que era una de las
mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con
ellos algunos días; pero, como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios
y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la
apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para
volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte que
con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Sucedió que se llegó el tiempo
que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su lugar, que era una de las
mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con
ellos algunos días; pero, como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios
y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la
apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para
volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte que
con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidióse dellos, mostrando en
sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la patria de
sus señores); y, al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se
topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos
criados también a caballo. Juntóse con él y supo cómo llevaba su mismo viaje.
Hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás
muestras de su raro ingenio, y el caballero las dio de su bizarría y cortesano
trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y que su alférez
estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca.
Alabó la vida de la soldadesca;
pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de
Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas
comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón;
pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri e li macarroni. Puso las
alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado y de la libertad de Italia;
pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos,
del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de la
minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por
añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En
resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas, que la discreción de
nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la voluntad a aficionarse a aquella
vida, que tan cerca tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de
Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura
de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por curiosidad de
verla; que él le ofrecía su mesa y aun, si fuese necesario, su bandera, porque
su alférez la había de dejar presto.
Poco fue menester para que Tomás
tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso de que
sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas tierras y países, pues las
luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos; y que en esto, a lo más
largo, podía gastar tres o cuatro años, que, añadidos a los pocos que él tenía,
no serían tantos que impidiesen volver a sus estudios. Y, como si todo hubiera
de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse
con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo
de bandera, ni poner en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera;
y, aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí
gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría
licencia todas las veces que se la pidiese.
-Eso sería -dijo Tomás- ir contra
mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir suelto que
obligado.
-Conciencia tan escrupulosa -dijo
don Diego-, más es de religioso que de soldado; pero, comoquiera que sea, ya
somos camaradas.
Llegaron aquella noche a
Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la
compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de
Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano.
Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos
capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los
pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las
insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes
más de los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo
aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase vestido Tomás de
papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es
Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas
Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras
llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de
los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas.
Allí se embarcaron en cuatro
galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la extraña vida de
aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches,
roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las
maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en
el golfo de León, que tuvieron dos; que la una los echó en Córcega y la otra
los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras,
llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova; y, desembarcándose en su
recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia, dio el capitán con
todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las
borrascas pasadas con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la suavidad del
Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de
los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y
apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que
entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y, habiendo
hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de
hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y
verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la imperial más que Real Ciudad,
recámara del dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal
y la Membrilla, sin que se le olvidase de Rivadavia y de Descargamaría.
Finalmente, más vinos nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus
bodegas el mismo Baco.
Admiráronle también al buen Tomás
los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda disposición de
los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece
que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron
todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer
este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo,
quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte,
donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado
a Flandes, según se decía.
Despidióse Tomás del capitán de
allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca,
ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de
Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en
extremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, suntuosos
edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego
se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos,
adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y, así como por las uñas del león se
viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por
sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y
derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su
famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con
las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura;
por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el
nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía
Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la
división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano,
con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana.
Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo
Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y
puso en su punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y
confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de
agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación,
malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan
caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía
de haber visto a Roma añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su
parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el
mundo.
Desde allí se fue a Sicilia, y
vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció bien el asiento y
belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien
propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a
Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio
paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de
cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de
pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las innumerables mercedes
que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina
Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con
muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos
que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo
aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia
que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los
moradores de las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en
Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no
tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que
conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera
quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que
son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América,
espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno
prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y,
finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor
por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta
verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las
galeras, con otros bajeles que no tienen número.
Por poco fueran los de Calipso
los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le
hacían olvidar de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por
Ferrara, Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del
reino de Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer,
haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su maravillosa
abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fue a
Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes.
Fue muy bien recebido de su amigo
el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes,
ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante,
y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas, para salir
en campaña el verano siguiente.
Y, habiendo cumplido con el deseo
que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a España y a
Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por obra, con
pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del despedirse, le
avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía, y, por
Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar puesta en armas.
En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con la
comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de
licenciado en leyes.
Sucedió que en este tiempo llegó
a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la añagaza
y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademécum que no la visitase.
Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en
Flandes, y, por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya visita y vista
quedó ella enamorada de Tomás. Y él, sin echar de ver en ello, si no era por
fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le
descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero, como él atendía más a sus
libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la
señora; la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida y que por
medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de
Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer más eficaces y bastantes para
salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en
un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que
le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla: como si hubiese en el mundo
yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las
que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman beneficios; porque no es
otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado
la experiencia en muchas y diversas ocasiones.
Comió en tan mal punto Tomás el
membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera
alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió
como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había
comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo
noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal
suceso, se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en la cama
Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y
mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque le hicieron los remedios
posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del
entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña locura que entre las
locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo
hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba
terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no
se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como
los otros hombres: que todo era de vidrio de pies a cabeza.
Para sacarle desta estraña
imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y
le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo no se quebraba. Pero lo que
se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y
luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando
volvía, era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez no le llegasen.
Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen, porque a
todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de
carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el
alma con más promptitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y
terrestre.
Quisieron algunos experimentar si
era verdad lo que decía; y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las
cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio: cosa que
causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la
medicina y filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan
extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan
grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen alguna
funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al vestirse
algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una
camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de
algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para
que le diesen de comer, sin que a él llegasen, fue poner en la punta de una
vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta de las que
la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en
fuente o en río, y esto con las manos; cuando andaba por las calles iba por la
mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y
le quebrase. Los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos
se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo
que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de
vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salía al campo y no
entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad.
Tuviéronle encerrado sus amigos
mucho tiempo; pero, viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de
condecender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar libre; y así, le
dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y lástima a todos los
que le conocían.
Cercáronle luego los muchachos;
pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados, porque no
se quebrase; que, por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los
muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus
ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de
vidrio, como él decía. Pero él daba tantas voces y hacía tales estremos, que
movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos porque no le
tirasen.
Mas un día que le fatigaron mucho
se volvió a ellos, diciendo:
-¿Qué me queréis, muchachos,
porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas? ¿Soy yo,
por ventura, el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos tiestos y
tejas?
Por oírle reñir y responder a
todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor
partido antes oílle que tiralle.
Pasando, pues, una vez por la
ropería de Salamanca, le dijo una ropera:
-En mi ánima, señor Licenciado,
que me pesa de su desgracia; pero, ¿qué haré, que no puedo llorar?
Él se volvió a ella, y muy
mesurado le dijo:
-Filiae Hierusalem, plorate super
vos et super filios vestros.
Entendió el marido de la ropera
la malicia del dicho y díjole:
-Hermano licenciado Vidriera (que
así decía él que se llamaba), más tenéis de bellaco que de loco.
-No se me da un ardite -respondió
él-, como no tenga nada de necio.
Pasando un día por la casa llana
y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y
dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que estaban alojados en el mesón
del infierno.
Preguntóle uno que qué consejo o
consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy triste porque su mujer se le
había ido con otro.
A lo cual respondió:
-Dile que dé gracias a Dios por
haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.
-Luego, ¿no irá a buscarla? -dijo
el otro.
-¡Ni por pienso! -replicó
Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de
su deshonra.
-Ya que eso sea así -dijo el
mismo-, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?
Respondióle:
-Dale lo que hubiere menester;
déjala que mande a todos los de su casa, pero no sufras que ella te mande a ti.
Díjole un muchacho:
-Señor licenciado Vidriera, yo me
quiero desgarrar de mi padre porque me azota muchas veces.
Y respondióle:
-Advierte, niño, que los azotes
que los padres dan a los hijos honran, y los del verdugo afrentan.
Estando a la puerta de una
iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los que siempre blasonan de
cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no estaba en tan buena opinión
como el primero; y el Licenciado dio grandes voces al labrador, diciendo:
-Esperad, Domingo, a que pase el
Sábado.
De los maestros de escuela decía
que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles; y que fueran dichosísimos
si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó que qué le
parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas, sino las
vecinas.
Las nuevas de su locura y de sus
respuestas y dichos se estendió por toda Castilla; y, llegando a noticia de un
príncipe, o señor, que estaba en la Corte, quiso enviar por él, y encargóselo a
un caballero amigo suyo, que estaba en Salamanca, que se lo enviase; y,
topándole el caballero un día, le dijo:
-Sepa el señor licenciado
Vidriera que un gran personaje de la Corte le quiere ver y envía por él.
A lo cual respondió:
-Vuesa merced me escuse con ese
señor, que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé
lisonjear.
Con todo esto, el caballero le
envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta invención: pusiéronle en
unas árg[u]enas de paja, como aquéllas donde llevan el vidrio, igualando los tercios
con piedras, y entre paja puestos algunos vidrios, porque se diese a entender
que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó a Valladolid; entró de noche y
desembanastáronle en la casa del señor que había enviado por él, de quien fue
muy bien recebido, diciéndole:
-Sea muy bien venido el señor
licenciado Vidriera. ¿Cómo ha ido en el camino? ¿Cómo va de salud?
A lo cual respondió:
-Ningún camino hay malo, como se
acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy neutral, porque están
encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro día, habiendo visto en
muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros pájaros de volatería, dijo
que la caza de altanería era digna de príncipes y de grandes señores; pero que
advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre el provecho a más de dos
mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy gustosa, y más cuando se
cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de su locura y
dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y guarda de un hombre que tuviese
cuenta que los muchachos no le hiciesen mal; de los cuales y de toda la Corte
fue conocido en seis días, y a cada paso, en cada calle y en cualquiera
esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían; entre las cuales le
preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que tenía ingenio para
todo.
A lo cual respondió:
-Hasta ahora no he sido tan necio
ni tan venturoso.
-No entiendo eso de necio y
venturoso -dijo el estudiante.
Y respondió Vidriera:
-No he sido tan necio que diese
en poeta malo, ni tan venturoso que haya merecido serlo bueno.
Preguntóle otro estudiante que en
qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la ciencia, en mucha; pero
que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por qué decía aquello. Respondió
que del infinito número de poetas que había, eran tan pocos los buenos, que
casi no hacían número; y así, como si no hubiese poetas, no los estimaba; pero
que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía porque encerraba en sí
todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se adorna, y pule
y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de provecho, de
deleite y de maravilla.
Añadió más:
-Yo bien sé en lo que se debe
estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de Ovidio que
dicen:
Cum ducum fuerant olim Regnumque poeta:
premiaque antiqui magna tulere chori.
Sanctaque maiestas, et erat
venerabile nomen
vatibus; et large sape dabantur
opes.
»Y menos se me olvida la alta
calidad de los poetas, pues los llama Platón intérpretes de los dioses, y
dellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante
calescimus illo.
»Y también dice:
At sacri vates, et Divum cura vocamus.
»Esto se dice de los buenos
poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir, sino que
son la idiotez y la arrogancia del mundo?
Y añadió más:
-¡Qué es ver a un poeta destos de
la primera impresión cuando quiere decir un soneto a otros que le rodean, las
salvas que les hace diciendo: Vuesas mercedes escuchen un sonetillo que anoche
a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé
qué de bonito! Y en esto tuerce los labios, pone en arco las cejas y se rasca
la faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos, donde
queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y al fin le dice con
tono melifluo y alfenicado. Y si acaso los que le escuchan, de socarrones o de
ignorantes, no se le alaban, dice: O vuesas mercedes no han entendido el
soneto, o yo no le he sabido decir; y así, será bien recitarle otra vez y que
vuesas mercedes le presten más atención, porque en verdad en verdad que el
soneto lo merece. Y vuelve como primero a recitarle con nuevos ademanes y
nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los unos a los otros? ¿Qué diré
del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los mastinazos antiguos y
graves? ¿Y qué de los que murmuran de algunos ilustres y excelentes sujetos,
donde resplandece la verdadera luz de la poesía; que, tomándola por alivio y
entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones, muestran la divinidad de
sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar del circunspecto
ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende, y del que
quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de
doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?
Otra vez le preguntaron qué era
la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que
porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar
de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus
damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues tenían los cabellos de oro,
la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de
marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que
lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus plantas pisaban, por dura
y estéril tierra que fuese, al momento producía jazmines y rosas; y que su
aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales
y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas,
que de los buenos siempre dijo bien y los levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera de San
Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos pintores
imitaban a naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
Arrimóse un día con grandísimo
tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un librero, y díjole:
-Este oficio me contentara mucho
si no fuera por una falta que tiene.
Preguntóle el librero se la
dijese. Respondióle:
-Los melindres que hacen cuando
compran un privilegio de un libro, y de la burla que hacen a su autor si acaso
le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y quinientos, imprimen tres mil
libros, y, cuando el autor piensa que se venden los suyos, se despachan los
ajenos.
Acaeció este mismo día que
pasaron por la plaza seis azotados; y, diciendo el pregón: "Al primero,
por ladrón", dio grandes voces a los que estaban delante dél, diciéndoles:
-¡Apartaos, hermanos, no comience
aquella cuenta por alguno de vosotros!
Y cuando el pregonero llegó a
decir: "Al trasero...", dijo:
-Aquel debe de ser el fiador de
los muchachos.
Un muchacho le dijo:
-Hermano Vidriera, mañana sacan a
azotar a una alcagüeta.
Respondióle:
-Si dijeras que sacaban a azotar
a un alcagüete, entendiera que sacaban a azotar un coche.
Hallóse allí uno destos que
llevan sillas de manos, y díjole:
-De nosotros, Licenciado, ¿no
tenéis qué decir?
-No -respondió Vidriera-, sino
que sabe cada uno de vosotros más pecados que un confesor; más es con esta
diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos secretos, y vosotros para
publicarlos por las tabernas.
Oyó esto un mozo de mulas, porque
de todo género de gente le estaba escuchando contino, y díjole:
-De nosotros, señor Redoma, poco
o nada hay que decir, porque somos gente de bien y necesaria en la república.
A lo cual respondió Vidriera:
-La honra del amo descubre la del
criado. Según esto, mira a quién sirves y verás cuán honrado eres: mozos sois
vosotros de la más ruin canalla que sustenta la tierra. Una vez, cuando no era
de vidrio, caminé una jornada en una mula de alquiler tal, que le conté ciento
y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género humano. Todos los
mozos de mulas tienen su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de
truhanes. Si sus amos (que así llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son
boquimuelles, hacen más suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los
años pasados: si son estranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; y si
religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y
carreteros y arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para
ellos: el carretero pasa lo más de la vida en espacio de vara y media de lugar,
que poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la
mitad del tiempo y la otra mitad reniega; y en decir: "Háganse a
zaga" se les pasa otra parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda
de algún atolladero, más se ayudan de dos pésetes que de tres mulas. Los
marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se
usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la borrasca perezosos; en
la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho, y
su pasatiempo ver mareados a los pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho
divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan diligentes y
presurosos que, a trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su música es
la del mortero; su salsa, la hambre; sus maitines, levantarse a dar sus
piensos; y sus misas, no oír ninguna.
Cuando esto decía, estaba a la
puerta de un boticario, y, volviéndose al dueño, le dijo:
-Vuesa merced tiene un saludable
oficio, si no fuese tan enemigo de sus candiles.
-¿En qué modo soy enemigo de mis
candiles? -preguntó el boticario.
Y respondió Vidriera:
-Esto digo porque, en faltando
cualquiera aceite, la suple la del candil que está más a mano; y aún tiene otra
cosa este oficio bastante a quitar el crédito al más acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué, respondió
que había boticario que, por no decir que faltaba en su botica lo que recetaba
el médico, por las cosas que le faltaban ponía otras que a su parecer tenían la
misma virtud y calidad, no siendo así; y con esto, la medicina mal compuesta
obraba al revés de lo que había de obrar la bien ordenada.
Preguntóle entonces uno que qué
sentía de los médicos, y respondió esto:
-Honora medicum propter
necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo enim est omnis medela, et a
rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltavit caput illius, et in
conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra creavit medicinam, et vir prudens non ab[h]orre-bit
illam. Esto dice -dijo- el Eclesiástico de la medicina y de los buenos
médicos, y de los malos se podría decir todo al revés, porque no hay gente más
dañosa a la república que ellos. El juez nos puede torcer o dilatar la
justicia; el letrado, sustentar por su interés nuestra injusta demanda; el
mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con quien de
necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero quitarnos la vida, sin
quedar sujetos al temor del castigo, ninguno. Sólo los médicos nos pueden matar
y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar otra espada que la de un
récipe. Y no hay descubrirse sus delictos, porque al momento los meten debajo
de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne, y no de vidrio
como agora soy, que a un médico destos de segunda clase le despidió un enfermo
por curarse con otro, y el primero, de allí a cuatro días, acertó a pasar por
la botica donde receptaba el segundo, y preguntó al boticario que cómo le iba
al enfermo que él había dejado, y que si le había receptado alguna purga el
otro médico. El boticario le respondió que allí tenía una recepta de purga que
el día siguiente había de tomar el enfermo. Dijo que se la mostrase, y vio que
al fin della estaba escrito: Sumat dilúculo; y dijo: Todo lo que lleva esta
purga me contenta, si no es este dilúculo, porque es húmido demasiadamente.
Por estas y otras cosas que decía
de todos los oficios, se andaban tras él, sin hacerle mal y sin dejarle
sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de los muchachos si su
guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para no tener envidia a
nadie. Respondióle:
-Duerme; que todo el tiempo que
durmieres serás igual al que envidias.
Otro le preguntó qué remedio
tendría para salir con una comisión que había dos años que la pretendía. Y
díjole:
-Parte a caballo y a la mira de
quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por delante
donde él estaba un juez de comisión que iba de camino a una causa criminal, y
llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó quién era, y, como se lo
dijeron, dijo:
-Yo apostaré que lleva aquel juez
víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las manos, para destruir
todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo haber tenido un amigo que, en
una comisión criminal que tuvo, dio una sentencia tan exorbitante, que excedía
en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntéle que por qué había
dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme
que pensaba otorgar la apelación, y que con esto dejaba campo abierto a los
señores del Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella
su rigurosa sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor
fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le
tuvieran a él por juez recto y acertado.
En la rueda de la mucha gente
que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo, estaba un conocido suyo en
hábito de letrado, al cual otro le llamó Señor Licenciado; y, sabiendo Vidriera
que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun título de bachiller, le
dijo:
-Guardaos, compadre, no
encuentren con vuestro título los frailes de la redempción de cautivos, que os
le llevarán por mostrenco.
A lo cual dijo el amigo:
-Tratémonos bien, señor Vidriera,
pues ya sabéis vos que soy hombre de altas y de profundas letras.
Respondióle Vidriera:
-Ya yo sé que sois un Tántalo en
ellas, porque se os van por altas y no las alcanzáis de profundas.
Estando una vez arrimado a la
tienda de un sastre, viole que estaba mano sobre mano, y díjole:
-Sin duda, señor maeso, que
estáis en camino de salvación.
-¿En qué lo veis? -preguntó el
sastre.
-¿En qué lo veo? -respondió
Vidriera-. Véolo en que, pues no tenéis qué hacer, no tendréis ocasión de
mentir.
Y añadió:
-Desdichado del sastre que no
miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que casi en todos los deste
oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo, habiendo tantos que los
hagan pecadores.
De los zapateros decía que jamás
hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si al que se le calzaban
venía estrecho y apretado, le decían que así había de ser, por ser de galanes
calzar justo, y que en trayéndolos dos horas vendrían más anchos que
alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían de venir, por amor de
la gota.
Un muchacho agudo que escribía en
un oficio de Provincia le apretaba mucho con preguntas y demandas, y le traía
nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo discantaba y a todo respondía.
Éste le dijo una vez:
-Vidriera, esta noche se murió en
la cárcel un banco que estaba condenado ahorcar.
A lo cual respondió:
-Él hizo bien a darse priesa a
morir antes que el verdugo se sentara sobre él.
En la acera de San Francisco
estaba un corro de ginoveses; y, pasando por allí, uno dellos le llamó,
diciéndole:
-Lléguese acá el señor Vidriera y
cuéntenos un cuento.
Él respondió:
-No quiero, porque no me le
paséis a Génova.
Topó una vez a una tendera que
llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy llena de dijes, de galas
y de perlas; y díjole a la madre:
-Muy bien habéis hecho en
empedralla, porque se pueda pasear.
De los pasteleros dijo que había
muchos años que jugaban a la dobladilla, sin que les llevasen [a] la pena,
porque habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el de a cuatro de a ocho, y
el de a ocho de a medio real, por sólo su albedrío y beneplácito.
De los titereros decía mil males:
decía que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas
divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retratos volvían la
devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal todas o las más
figuras del Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer y beber en los
bodegones y tabernas. En resolución, decía que se maravillaba de cómo quien
podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del
reino.
Acertó a pasar una vez por donde
él estaba un comediante vestido como un príncipe, y, en viéndole, dijo:
-Yo me acuerdo haber visto a éste
salir al teatro enharinado el rostro y vestido un zamarro del revés; y, con
todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe de hijodalgo.
-Débelo de ser -respondió uno-,
porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos y hijosdalgo.
-Así será verdad -replicó
Vidriera-, pero lo que menos ha menester la farsa es personas bien nacidas;
galanes sí, gentileshombres y de espeditas lenguas. También sé decir dellos que
en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando contino de
memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar y de mesón en venta,
desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno consiste su bien
propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues por momentos
sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos. El
trabajo de los autores es increíble, y su cuidado, extraordinario, y han de
ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea
forzoso hacer pleito de acreedores. Y, con todo esto, son necesarios en la
república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación,
y como lo son las cosas que honestamente recrean.
Decía que había sido opinión de
un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en sola una servía a muchas
damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a una diosa, a una fregona, a
una pastora, y muchas veces caía la suerte en que serviese en ella a un paje y
a un lacayo: que todas estas y más figuras suele hacer una farsanta.
Preguntóle uno que cuál había
sido el más dichoso del mundo. Respondió que Nemo; porque Nemo novit Patrem,
Nemo sine crimine vivit, Nemo sua sorte contentus, Nemo ascendit in coelum.
De los diestros dijo una vez que
eran maestros de una ciencia o arte que cuando la habían menester no la sabían,
y que tocaban algo en presumptuosos, pues querían reducir a demostraciones
matemáticas, que son infalibles, los movimientos y pensamientos coléricos de
sus contrarios. Con los que se teñían las barbas tenía particular enemistad; y,
riñendo una vez delante dél dos hombres, que el uno era portugués, éste dijo al
castellano, asiéndose de las barbas, que tenía muy teñidas:
-¡Por istas barbas que teño no
rostro...!
A lo cual acudió Vidriera:
-¡Ollay, home, naon digáis teño,
sino tiño!
Otro traía las barbas jaspeadas y
de muchas colores, culpa de la mala tinta; a quien dijo Vidriera que tenía las
barbas de muladar overo. A otro, que traía las barbas por mitad blancas y
negras, por haberse descuidado, y los cañones crecidos, le dijo que procurase
de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba aparejado a que le dijesen que
mentía por la mitad de la barba.
Una vez contó que una doncella
discreta y bien entendida, por acudir a la voluntad de sus padres, dio el sí de
casarse con un viejo todo cano, el cual la noche antes del día del desposorio
se fue, no al río Jordán, como dicen las viejas, sino a la redomilla del agua
fuerte y plata, con que renovó de manera su barba, que la acostó de nieve y la
levantó de pez. Llegóse la hora de darse las manos, y la doncella conoció por
la pinta y por la tinta la figura, y dijo a sus padres que le diesen el mismo
esposo que ellos le habían mostrado, que no quería otro. Ellos le dijeron que
aquel que tenía delante era el mismo que le habían mostrado y dado por esposo.
Ella replicó que no era, y trujo testigos cómo el que sus padres le dieron era
un hombre grave y lleno de canas; y que, pues el presente no las tenía, no era
él, y se llamaba a engaño. Atúvose a esto, corrióse el teñido y deshízose el
casamiento.
Con las dueñas tenía la misma
ojeriza que con los escabecha-dos: decía maravillas de su permafoy, de las
mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de sus escrúpulos y de su
extraordinaria miseria. Amohinábanle sus flaquezas de estómago, su vaguidos de
cabeza, su modo de hablar, con más repulgos que sus tocas; y, finalmente, su
inutilidad y sus vainillas.
Uno le dijo:
-¿Qué es esto, señor licenciado,
que os he oído decir mal de muchos oficios y jamás lo habéis dicho de los
escribanos, habiendo tanto que decir?
A lo cual respondió:
-Aunque de vidrio, no soy tan
frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más veces engañado.
Paréceme a mí que la gramática de los murmuradores y el la, la, la de los que
cantan son los escribanos; porque, así como no se puede pasar a otras ciencias,
si no es por la puerta de la gramática, y como el músico primero murmura que
canta, así, los maldicientes, por donde comienzan a mostrar la malignidad de
sus lenguas es por decir mal de los escribanos y alguaciles y de los otros
ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el cual andaría
la verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada; y así, dice
el Eclesiástico: In manu Dei potestas hominis est, et super faciem scribe
imponet honorem. Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no se
puede ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y no
esclavos, ni hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de ninguna mala raza
nacidos. Juran de secreto fidelidad y que no harán escritura usuraria; que ni
amistad ni enemistad, provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con buena
y cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por
qué se ha de pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España se lleve
el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero creer,
ni es bien que ninguno lo crea; porque, finalmente, digo que es la gente más
necesaria que había en las repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban
demasiados derechos, también hacían demasiados tuertos, y que destos dos
estremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el virote.
De los alguaciles dijo que no era
mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su oficio, o prenderte, o sacarte
la hacienda de casa, o tenerte en la suya en guarda y comer a tu costa. Tachaba
la negligencia e ignorancia de los procuradores y solicitadores, comparándolos
a los médicos, los cuales, que sane o no sane el enfermo, ellos llevan su
propina, y los procuradores y solicitadores, lo mismo, salgan o no salgan con
el pleito que ayudan.
Preguntóle uno cuál era la mejor
tierra. Respondió que la temprana y agradecida. Replicó el otro:
-No pregunto eso, sino que cuál
es mejor lugar: ¿Valladolid o Madrid?
Y respondió:
-De Madrid, los estremos; de
Valladolid, los medios.
-No lo entiendo -repitió el que
se lo preguntaba.
Y dijo:
-De Madrid, cielo y suelo; de
Valladolid, los entresuelos.
Oyó Vidriera que dijo un hombre a
otro que, así como había entrado en Valladolid, había caído su mujer muy enferma,
porque la había probado la tierra.
A lo cual dijo Vidriera:
-Mejor fuera que se la hubiera
comido, si acaso es celosa.
De los músicos y de los correos
de a pie decía que tenían las esperanzas y las suertes limitadas, porque los
unos la acababan con llegar a serlo de a caballo, y los otros con alcanzar a
ser músicos del rey. De las damas que llaman cortesanas decía que todas, o las
más, tenían más de corteses que de sanas.
Estando un día en una iglesia vio
que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a velar una mujer,
todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran campos de batalla, donde
los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres triunfan.
Picábale una vez una avispa en el
cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con todo eso, se
quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de
vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las
lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de
bronce, no que de vidrio.
Pasando acaso un religioso muy
gordo por donde él estaba, dijo uno de sus oyentes:
-De hético no se puede mover el
padre.
Enojóse Vidriera, y dijo:
-Nadie se olvide de lo que dice
el Espíritu Santo: Nolite tangere christos meos.
Y, subiéndose más en cólera, dijo
que mirasen en ello, y verían que de muchos santos que de pocos años a esta
parte había canonizado la Iglesia y puesto en el número de los bienaventurados,
ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de don Tales,
ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino fray Diego, fray Jacinto, fray
Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces
del cielo, cuyos frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los murmuradores
eran como las plumas del águila: que roen y menoscaban todas las de las otras
aves que a ellas se juntan. De los gariteros y tahúres decía milagros: decía
que los gariteros eran públicos prevaricadores, porque, en sacando el barato
del que iba haciendo suertes, deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante,
porque el contrario las hiciese y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la
paciencia de un tahúr, que estaba toda una noche jugando y perdiendo, y con ser
de condición colérico y endemoniado, a trueco de que su contrario no se alzase,
no descosía la boca, y sufría lo que un mártir de Barrabás. Alababa también las
conciencias de algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que
en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos; y con esto, a fuego
lento, sin temor y nota de malsines, sacaban al cabo del mes más barato que los
que consentían los juegos de estocada, del reparolo, siete y llevar, y pinta en
la del pu[n]to.
En resolución, él decía tales
cosas que, si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban o a él
se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su comida, por el
modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el verano
y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales
de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del
mundo.
Dos años o poco más duró en esta
enfermedad, porque un religioso de la Orden de San Jerónimo, que tenía gracia y
ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera
hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de
caridad; y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y
discurso. Y, así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la
Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado de loco,
podía usar su oficio y hacerse famoso por él.
Hízolo así; y, llamándose el
licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde, apenas hubo entrado,
cuando fue conocido de los muchachos; mas, como le vieron en tan diferente
hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle
y decían unos a otros:
-¿Éste no es el loco Vidriera? ¡A
fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien puede ser loco bien vestido como
mal vestido; preguntémosle algo, y salgamos desta confusión.
Todo esto oía el licenciado y
callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio.
Pasó el conocimiento de los
muchachos a los hombres; y, antes que el licenciado llegase al patio de los
Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de todas suertes. Con
este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde
le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a
la redonda, alzó la voz y dijo:
-Señores, yo soy el licenciado
Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda; sucesos y
desgracias que acontecen en el mundo, por permisión del cielo, me quitaron el
juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen
que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo
soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé
segundo en licencias: de do se puede inferir que más la virtud que el favor me
dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar
y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la
muerte. Por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que
lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que
solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis
que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de
pensado.
Escucháronle todos y dejáronle
algunos. Volvióse a su posada con poco menos acompañamiento que había llevado.
Salió otro día y fue lo mismo;
hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía mucho y no ganaba cosa; y,
viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volverse a Flandes,
donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las
de su ingenio.
Y, poniéndolo en efeto, dijo al
salir de la Corte:
-¡Oh Corte, que alargas las
esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos
encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de
hambre a los discretos vergonzosos!
Esto dijo y se fue a Flandes,
donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la acabó de
eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia,
dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.
Miguel de Cervantes Saavedra
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