27 de junio de 1908 Médico, diplomático, escritor |
Márgenes de alegría - João Guimarães Rosa
traslucine de
andrés ajens
I
La istoria, sí, sin
H — ésta: iba que iba un niño, con sus tíos, a pasar días donde forjábase la
gran Poesía. Era un viaje imaginado en lo feliz; todo sobrevenía para él en
venturoso alucine de sueños. Partían por lo aún oscuro, un fino aire de
fragancias desconocidas. Padre y madre lo traían al aeropuerto. Tía y tío,
merecidísimamente, se hacían cargo. Sonreíase, saludábanse, todos se oían y
parloteaban. El avión era de compañía, especial, de cuatro pasajeros.
Respondíanle a todas las preguntas y hasta el piloto conversó con él. Poco más
de dos horas duraría el vuelo. El niño estremecíose en el despegue, alegre de
reírse para sí, comodísimo, en un gesto de hojas al caer. La vida podía rayar a
veces en una verdad extraordinaria. Incluso amarrarse el cinturón volvíase
fuerte agasajo, de protección, y luego otra vez sentido de esperanza: en lo no
sabido, en lo restante. Tal crecer y relajarse — cierto como el acto de
respirar — o de huir por espacio en blanco. El niño.
Y las cosas venían
dulcemente de repente, según una previa armonía, benéfica, de movimientos
concordantes: satisfacciones antes de consciencia de las necesidades. Dábanle
caramelos, chicles, a escoger. Solícito de tan bienhumorado, el tío le enseñaba
cómo reclinar el asiento con sólo presionar una palanca. Su lado era el de la
ventanilla, para el mundo móvil. Pasábanle revistas, a hojear, cuantas
quisiese, y hasta un mapa donde le indicaban los puntos por donde pasaban,
encima de dónde. El niño dejábalas, al cabo, sobre las piernas, y espiaba: las
nubes de amontonada amabilidad, el azul de puro aire, aquella amplia claridad,
la tierra llana en cartográfica visión, dividida entre campos vírgenes y
plantíos, el verde tirando a amarillos y rojos, a pardo y verde; y allende,
abajo, la montaña. Si humanos, pequeñitos, caballos y bueyes — como insectos?
El niño, ahora, ahorita, vivía; su alegría despedía rayos de toda laya. Volaban
sublimemente. Acomodábase, íntegro, en el suave rumor del avión: el buen
juguete trabajoso. Incluso ni llegó a notar que de hecho tenía ganas de comer,
cuando la tía ya le ofrecía un sandwich. Y el tío le prometía lo mucho que iba
a jugar y ver y pasear apenas llegasen. El niño tenía todo de una vez, y ante
la mente, nada. La luz y la amplia, amplísima nube. Llegaban.
II
Ya despuntaba el
alba en tanto. La gran Poesía recién comenzaba a configurarse, en un
semipeladero tropical, claro: difusos aires, mágica monotonía. La pista de
aterrizaje quedaba a corta distancia de la casa — de madera, sobre estacas,
casi penetrando el bosque. El niño veía, vislumbraba. Respiraba mucho. Quería
ver de un modo aún más vívido — tantas cosas nuevas — lo que para sus ojos se
anunciaba. La morada era pequeña; llegábase rápido a la cocina y a lo que no
era exáctamente un quintal, sino abreviado claro, de árboles que no han de
entrar a la casa. Altos, pendían de ellos enredaderas y pequeñas orquídeas
amarillas. ¿Podían salir de ahí indios, jaguares, leones, lobos, cazadores?
Sólo sonidos. Uno — y otros pájaros — de cantos prolongados. Eso fue lo que abrió
su corazón. ¿Aquellos pajarillos acaso bebían cachaza?
¡Oiga! Cuando
avistó el pavo real, en el centro del terreno, entre la casa y los árboles del
bosque. El pavo real, imperial, dábale la espalda — para recibir su admiración.
Desplegó súbitamente la cola, pavoneándose, dando la vuelta: y con el rozar de
las alas en el suelo — brusco, rígido — se proclamó. Grogeó, sacudiendo el
grueso racimo de bayas coloradas; y la cabeza tenía manchas de un azul claro,
raro, de cielo y de sañazos; y él, cabal, contorneado, lleno de esferas y
planos, con reflejos de verdes metales azulnegros — el pavo real for ever.
¡Bello, bellísimo! Tenía algo de calor, poder y flor, un desbordamiento. Su
severa grandeza tonitruante. Su colorida altivez. Saciaba los ojos, era como para
tocar estrellas. Colérico, pavoneando, andando, dio otro grogeo. El niño rió de
corazón. Mas sólo lo alcanzó a entrever. Ya lo llamaban para salir de paseo.
III
Iban en jeep, iban
donde había de haber un sitio con ipés reforestado. El niño repetíase en lo
suyo el nombre de cada cosa. La polvareda, auspiciosa. La malva silvestre, los
lentiscos. La flor intraducible, afelpada — la cobra, atravesando el camino. La
árnica en claros pálidos candelabros. La aparición angélica de los papagayos.
Las pitangas frutosas, su lagrimeo. El venado campestre de cola blanca. Las
flores púrpuras de canela, su pompa. Lo que el tío hablaba: que ahí había
“inmundície de perdices”. La tropa de ñandúes seriemas, más allá, huyendo en
fila india. Un par de garzas. Paisaje de mucha anchura, que el sol halagaba. La
palmera, a la vera del estero, donde, por un instante, se atascaran. Todas las
cosas, salidas de lo opaco. Asentábase en ellas su incesante alegría, de la
especie del sueño, bebida en nuevos aumentos de amor. Y en su memoria quedaban,
en lo puro perfecto, castillos ya en pie, sispuestos. Todo, para a su tiempo
ser graciosamente descubierto, hiciérase primero extraño y desconocido. Andaba
por los aires, él, el niño.
Pensaba en el pavo
real, cuando regresaban. Sólo un poco, para no gastar a destiempo lo cálido de
ese recuerdo, lo más importante, que guardaba para sí, en el pequeño terreno de
los árboles bravíos. Sólo pudiera tenerlo un instante, ligero, grande, moroso.
¿Habría uno, así, en cada casa, y de alguien?
Tenían hambre,
servido el almuerzo, tomábase cerveza. El tío, la tía, los ingenieros. ¿De la
sala no se escuchaba el altivo reclamo suyo, su gorgeo? Esta gran Poesía iba a
ser la más alta del mundo. Él abría su abanico, imponente, estallaba,
pavoneábase... Apenas probó los dulces, de membrillo del lugar, que se daban
bonitos, el perfume de azúcar y carne en flor. Salió, ávido de volver a verlo.
No cachó:
inmediatamente. El tupido bosque era, de altura, diablazo. Y — ¿dónde? Sólo unas cuantas plumas, restos,
en el suelo. “Uy, se mató. ¿Por casualidad mañana no es el cumpleaños del
doctor?” Todo perdía la eterenidad y la certeza; en un santiamén, un segundo,
las cosas más bellas se las robaban. ¿Cómo podían? ¿Por qué tan de sopetón? Si
hubira sabido que eso ocurriría al menos habría observado más al pavo aquél. El
pavo real suyo — desaparecido del mundo. Sólo en la gran nonada de un minuto,
el niño recibía en sí un milígramo de muerte. Ya lo buscaban: — “Vamos adonde
va a estar la gran Poesía...”
IV
Encapsulábase,
grave, en un cansancio y en una renuncia a toda curiosidad, para no vagar con
el pensamiento. Iba. Tenía vergüenza de hablar del pavo real. Talvez no
debiese, no hubiera derecho a tener por su causa tal dolor que trae e incita,
de pura pena, disgusto y desengaño.
Pero, haberlo matado, también parecíale oscuramente un yerro. Sentíase
cada vez más cansado. Apenas podía con lo que ahora le mostraban, en tal
circunstristeza: el horizonte, hombres forjando terraplenes, camiones cargados
de ripio, vagos árboles, un riachuelo de aguas cenicientas, la malva silvestre
casi marchita, el encanto muerto y sin pájaros, el aire lleno de polvo. Su
fatiga, de emoción contenida, urdía un secreto miedo: descubría la posibilidad
de otras adversidades, en el mundo maquinal, en el espacio hostil, y que, entre
la alegría y la desilusión, en la balanza infidelísima, media casi nada. Bajaba
su cabecita.
Allí hacían la
explanada del aeropuerto — transitaban a lo largo compresoras, aplanadoras, la
bomba hidráulica golpeando con sus dientes, máquinas asfaltadoras. ¿Y cómo
extrajeron la selva? — preguntó la tía. Mostrábanle la desgajadora, que también
había: con, en la parte de adelante, una pesada hoja de acero, vuelta
limpiamatorrales, al modo de un enorme machete. ¿Quiere ver? Señalóse un árbol:
simple, nada de extraordinario, en el límite del área boscosa. El chofer de la
máquina tenía un pucho en la boca. La cosa se puso en movimiento. Recta, lenta
incluso. El árbol, de pocas ramas en lo alto, fresco, de piel clara... y fue sólo
un golpe súbito: ruh... y al instante se derrumbó, todo. Estremeciérase, tan
bello. Sin ni siquiera poderse fijar con los ojos la fatalidad — el inaudito
choque — el pulso del golpe. El niñio sintió asco. Miró al cielo — atónito de
azul. Temblaba. El árbol, que muriera tanto. El límpido erguimiento del tronco
y la agitación inmediata y final de sus ramas — de parte de la nada. Ojeó la
piedra.
V
De vuelta, no
quería salir más al terreno entre la casa y el bosque; había ahí una nostalgia
abandonada, un remordimiento incierto. Ni él lo sabía. Su pensamientito estaba
aún en fase jeroglífica. Pero fue, después de almorzar. Y — mayor espectaculosa
sorpresa — viólo, suave, inesperado: ¡el pavo real, ahí estaba! Oh, no. No era
el mismo. Más pequeño, muy menos. Tenía la colorada vivacidad, el recato, la
cola imperial, el gorgeo grufo, pero faltaba en su penosa elegancia el
desenfado, el creerse la muerte, la belleza estirada del primero. Su llegada y
presencia, en cualquier caso, hasta cierto punto, consolaban.
Todo suavizábase
con la tristeza. Incluso el día — fuera: ya anochecía. Sin embargo, el advenir
de la noche era siempre así, sufrido, enteramente. El silencio salía de su
escondrijo. El niño, atemorizado, sosegábase con el propio maleficio: alguna
fuerza en él trabajaba por acrecentarle el alma, por echar raíces.
Mas el pavo real se
acercaba [sólo] hasta el borde del bosque. Ahí habrá adivinado — ¿qué? Apenas
se alcanzaba a ver, oscureciendo como estaba. Y era la cabeza degollada del
otro, tirada al basural. El niño sufría y se entusiasmaba.
Mas: no. No por
simpatía fraternal y sentida el pavo real fuera hasta ahí, de cierto, atraído.
Un odio lo catapultaba. Comenzaba a picotear, feroz, esa otra cabeza. El niño
no entendía — nada. El bosque frondoso, los más oscuros árboles, un amasijo
nomás, restos: el mundo.
Temblaba.
Volaba, con todo,
la lucecita verde, viniendo también del bosque, luciérnaga, la primera.
Sí, luciérnaga, ¡linda fuera! —
pequeñita, en el aire, un instante sólo, alta, distante, yéndose. Era, de
(otra) vez en cuando, la alegría.
As margens da alegria, J. G. R., in Primeiras
Estórias, ed. José Olympo, RJ,
1974 (primera edición: 1962). Traslucine: mima hasta un in/cierto punto el
textil vuelto original. A. A., Santiago, octubre, 2007.
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