Iba todos los días, con
profundo amor, pero también con repugnancia y miedo. ¿Repugnancia de qué?, no es contagioso. Miedo de qué, ¿de un proceso natural?
A medida que pasaban los días
la desintegración se acentuaba, el rostro descompuesto, una máscara de angustia
y terror silenciosos, un asco de sí misma que reverberaba en mí, sin quedar
claro sobre quién lo había emitido primero, una mutua sensación de incomodidad,
y un monótono pedido plañidero “Me quiero ir”.
Una despedida de hasta mañana, agarrada,
dolorosa, pero seguida de una súplica no sé hasta qué punto sincera: “No
quiero ver a nadie”-. Y así todos los días, dos horas sufridas pero a su modo
reconfortantes. Cada día, más difícil
ir. Cada día, repugnancia y miedo
superando el amor. ¿Hasta cuándo?
¿Era necesario que el médico
la sentenciara en su cara: “Tiene tres meses de vida, máximo cuatro, vaya donde
quiera, coma lo que quiera”? ¿Se lo diría de la misma forma a su madre, su
mujer, su hermana? Es fácil posar de
científico objetivo con los otros, pero frente al propio dolor, ¿actuaría así? Tengo mis dudas. Y más, ¿cómo soportaría yo tamaña bofetada?
¿Es la vida una broma de mal
gusto? La aflicción es inmensa. Y más aún, tengo miedo de mí, de flaquear en
la hora decisiva. Un miedo profundo y
visceral de mis reacciones, del entorno, de las actitudes de mi hija. Me angustio, el pánico me invade. Quisiera
unirme a grupos que creen en la trascendencia del alma: budistas, hinduistas,
Hare Krishna, estudiosos del Corán o la Cábala, protestantes, católicos, espíritas,
Iglesia Universal… Pero una voz susurra en mis oídos, es Darwin que me
advierte: “Insensata, ¿a dónde
vas?”
SP
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