“Somos tiernos cuando nos
abrimos al lenguaje de la sensibilidad, captando en nuestras vísceras el gozo o
el dolor del otro. Somos tiernos cuando
reconocemos nuestros límites y entendemos que la fuerza nace de compartir con
los demás el alimento afectivo. Somos
tiernos cuando fomentamos el crecimiento de la diferencia, sin intentar
aplastar aquello que nos contrasta.
Somos tiernos cuando abandonamos la lógica de la guerra, protegiendo los
nichos afectivos y vitales para que no sean contaminados por las exigencias de
funcionalidad y productividad a ultranza que pululan en el mundo contemporáneo
(...) Sin lugar a duda, el cerebro
necesita del abrazo para su desarrollo y las más importantes estructuras
cognitivas dependen de éste alimento afectivo para alcanzar un adecuado nivel
de competencia. No debemos olvidar, como señaló hace varios años Leontiev, que
el cerebro es un auténtico órgano social, necesitado de estímulos ambientales
para su desarrollo.”
Luis Carlos Restrepo
En esta publicación
hemos propuesto una selección de la producción escritural 2009-2012 del
colectivo humano integrado al Centro de Formación Humanística “Perras Negras”.
Como es
posible apreciar, se despliegan por estas páginas diversos textos escritos por
personas de las más variadas características socio-económicas, culturales,
religiosas e ideológicas.
En un mundo
impregnado de violencia, veinticinco personas logran reunirse alrededor de una
mesa de trabajo, compartir sucesos y emociones procedentes de los más lejanos
puntos geográficos y temporales, expresar sus impresiones en un marco de franca
tolerancia, y gozar ese triple encuentro con los otros-prójimos (incluidos los
ciber-talleristas), con los otros-distantes, y consigo mismos.
Realmente,
podemos sentirnos privilegiados por ello; semejante tregua, semejante milagro, debería
ocurrir con más frecuencia. Y éste, justamente, es uno de los propósitos de
esta publicación: dar testimonio de que sí es posible encontrar un punto
tangencial, un espacio de palpable ejercicio democrático, una zona para el
abrazo fraterno. “Cambiar la sociedad es también cambiar sus relatos, lo que
narramos de lo que en ella sucede. Amar y criticar deben convivir en lo que
contemos”, como sostiene Felipe G. Gil, se convierte para nosotros en la idea
emblemática de este acto de comunicación.
Ahora que
en toda la República han sido declaradas -y especialmente difundidas-
determinadas franjas “rojas”, también es saludable propagar que los Talleres
Literarios son territorios “verdes”, áreas donde se respira esa extraña
partícula de aire denominada “Paz”, y por cierto no nos estamos refiriendo a
aquella gastadísima frase popular de “la paz de los sepulcros”, porque nada más
vivo que el derecho a que la voz de cada uno deje huella de su viaje por el
paisaje afectivo de los otros; nada más vivo que el derecho a escuchar cómo
resuena en los otros lo que rechazo, lo que me parecía indiferente pero hasta
tal vez incorpore, y .lo que acepto.
Humberto
Megget, aquel singular poeta sanducero, desoído por señeras figuras del 45,
como lo reconoció con profunda tristeza nuestra muy venerada Idea Vilariño, sin
duda alude a ello en el verso: “Tengo miedo a los labios taciturnos que cierran
sus moradas”.
No otra
función que la de impulsar, sostener y defender “el derecho al decir” cumplen
los Talleres Literarios. El decir en su más pura acepción etimológica:
“expresar la justicia”; o sea, no la caprichosa verbosidad en ruta hacia un
dudoso instante de fama sino la clara conciencia de que mi miga puede ser inequívoco
pan en el conocimiento y la sensibilidad de otros seres.
Esta
suspensión del canibalismo, ¿es obra de los talleristas, de los orientadores,
de alguna línea bibliográfica, de ese ente a veces demasiado abstracto que
hemos rotulado “Literatura”? ¿O será alguna estrategia política? ¿A quién
responsabilizar del prodigio?
En
principio, qué maravilla que en épocas tan adversas, alguien haya resuelto
quebrar las imposiciones de “tener”, para “ser”, por un ratito, una jaula de
puertas abiertas y dispuesta a libertar a su pájaro. En el devenir de esos
pequeños lapsos suele ocurrir que la misma jaula “se vuelve pájaro”, y
entonces, como escribía Alejandra Pizarnik: “¿Qué haré con el miedo?” Porque
ver el propio revés, y mostrarlo, también provoca pavor. Y “los otros”, con
cuyos pájaros ocultos fantaseamos siniestramente todos (y los suponemos
carroñeros, rapaces, monstruos prediluvianos) también sienten horror. De
reconocerse. De exponerse. Temor ancestral en la condición humana. Siempre el
miedo.
Pero,
¿cómo? ¿No estábamos en la escena en que alguien + alguien + alguien... se han convertido
en pájaros? Entonces ya no hay miedo, porque la escritura provoca el más
saludable de los efectos: es liberadora.
La
iluminación de una parcelita de mi interioridad me desviste de aprensiones,
hacia mí misma y hacia el otro y el otro y el otro... ¿Qué tienen los otros
para despertar mi agresividad? ¡Algún pequeño Paraíso, y zozobras, y angustias,
y quebrantos, y debilidades, como yo! En fin, sutilmente también inviste la escritura
de variados grados de conciencia, tan necesaria para una convivencia digna y
para refinar sentimientos.
En suma, el
prodigio no es exógeno: late en nuestra humana situación; respira a través de
esa habilidad aún misteriosa del lenguaje; se yergue a impulsos de la necesidad
del decir; se sostiene porque, en definitiva, el otro me importa: es la causa
de mi necesidad de decir. (Ninguna otra explicación justificaría cabalmente el
fenómeno de los Talleres Literarios que funcionan en cárceles y hospitales
siquiátricos, por ejemplo). Ahí radica el portento de esta práctica compartida por
este precioso grupo: el otro-yo y los otros-ellos (tan parecidos a mi yo)
importan: me importan, nos importan. Para amar y criticar. Porque somos así: un
manojillo de contradicciones, de ambigüedades, de desequilibrios subyugados a
azaroso equilibrio.
Como
experiencia testimoniable, es ésta también una invitación a reflexionar en las
posibilidades que no estamos siquiera ensayando como sociedad, posibilidades
que nos permitirían un crecimiento inusitado por el solo aporte de nuestras
coincidencias supremas. Sin renunciamientos. Sin denigraciones. Para amar,
criticar, y reconstruir.
Este mismo
espacio de encuentro es, desde sus innominados orígenes, un rotundo ejemplo de
esa potencialidad de la miga para ser pan, siempre pan.
Veinticinco años atrás, esta orientadora no
tenía más contacto con la creación que el que le deparara su práctica diaria en
el liceo. Hasta que Diana tocó el timbre de su casa. Diana, hoy una amiga
especial, escribía cuentos, y andaba buscando a algún docente que le recordara
reglas sintácticas y ortográficas. Se acordaron horarios. Los meses fueron
pasando; las dudas de “la alumna”, diluyéndose. Pero su escritura era tan
atrayente que la profesora estaba desbordada de inquisiciones: ¿Por qué nunca
le habían enseñado a enfocar la Literatura desde el punto de vista de esa
construcción siempre inconclusa a la que se enfrenta el creador? ¿Cuánto
debería estudiar, en soledad, para poder comprender realmente la situación del
escritor? ¿Cómo conciliar semejante aventura, semejante utopía, con la rutina?
Tal como dice Eduardo Galeano:”Me acerco dos pasos y ella se
aleja dos pasos...” aún hoy.
Responsable de
esta amorosa persecución (motor de mi mediana cordura y ancla para medir el
nivel de mi perpetua ignorancia) es la escritora Diana Nión, la sabia alumna
que me transformó en pequeña réplica anónima de “El maestro ignorante” del
afamado filósofo Jacques Rancière, cuyo magisterio se instaura a partir de la
concepción de un conocimiento que circula horizontalmente entre los actores del
hecho pedagógico ya que todos somos sujetos de saberes, tal como aquella básica
actitud de respeto mutuo nos permitió experimentar veinticinco años atrás.
Por ello, en su
nombre, y como tributo esencial al “justo decir”, el profundo agradecimiento a
todos y todas quienes han confiado en que andaría
con cierta gracia a pesar de tanta carga indespojable. A quienes se han
acercado muy recientemente, como Daniel Esmoris; a quienes han adquirido la
deseable autonomía, como Susana Matteo, pero profesan el arte de la entrañable
fidelidad suscitada por una lectura que a dos voces calmó alguna vez la soledad.
“Mis
amores... Hoy han vuelto... ¡Fueron tantos! ¡Son tantos!” dice aún Delmira y su
susurro es tan oportuno para expresar mi sentimiento; y aunque también recuerdo
que, según Joao Guimaraes Rosa, “El amor es la vaga, indecisa, palabra”, sé que
otro vocablo no hay para envolver a cada una de estas personales presencias con
el afecto recíproco al que van impregnando mi existencia. Sí, son mis amores:
Telita, Daniela, Marcos, Silvia, Raúl, Anita, Gladys, Adriana, Néstor, Luz, Hugo,
Sandra, Eduardo, Marta, Carlitos, Jessica, Francisco, Lilia, Bryan, Pilar, Sonia,...
Amores contemplados como principio pedagógico desde aquel remoto Banquete de
Platón hasta el discutido Derecho a la Ternura del psiquiatra Luis Carlos
Restrepo; amores, sí, de la emocionada razón.
Por eso
nadie mejor que Giorgio Agamben, el más lúcido filósofo del siglo actual, para
subrayar la total imparcialidad de estos comentarios impregnados de voluntaria
e irresistible subjetividad:
“La maravilla no es que algo haya podido ser, sino
que haya podido negar el no-ser (...)
La experiencia, que estaba en el centro de
la poiesis, era la producción hacia la presencia, es decir, el hecho de que en
ella algo pasase del no-ser al ser, de la ocultación a la plena luz de la obra.
El carácter esencial de la poiesis no estaba en su aspecto de proceso práctico,
voluntario, sino en ser una forma de la verdad, entendida como des-velamiento”
(...)
La jornada del hombre contemporáneo ya casi
no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia. El hombre moderno
vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos
–divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que
ninguno de ellos se haya convertido en experiencia." El
contemporáneo no es sólo quien, percibiendo la sombra del presente, aprehende
su luz invencible; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está
en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos,
leer en él de manera inédita la historia, "citarla" según una
necesidad que no proviene en absoluto de su arbitrio, sino de una exigencia a
la que él no puede dejar de responder. Negar el no-ser es un poder (...)
El arte es la eterna autogeneración de la
voluntad de poder. En cuanto tal, se aparta tanto de la actividad del artista
como de la sensibilidad del espectador para presentarse como el rasgo
fundamental del devenir universal".
Profa. Ana Milán
ies-ipa
2012
Egresada del
Instituto de Estudios Superiores y del Instituto de Profesores Artigas en las
Especialidades “Idioma Español” y “Literatura”.
Cursó en forma parcial la Licenciatura de Letras en el Instituto de
Filosofía, Ciencias y Letras (actual Facultad Católica).
Se desempeña como docente concursada
de aula en el Liceo de Joaquín Suárez (Canelones) y en los Centros de
Rehabilitación Punta de Rieles y Metropolitano, además de Cárcel Central, por
pertenecer, desde el año 2005, al Proyecto “Educación en Contextos de Encierro”
de Enseñanza Secundaria.
Ha publicado “Cuerpos Apasionados”
(Colectivo del Taller de Pasiones Literarias, espacio de escritura creativa del
Centro de Formación Humanística PERRAS NEGRAS), “¡Tumbera nunca... la Palabra!”
(Textos escritos en cárceles uruguayas entre los años 2006 y 2008) y diversos
artículos y producciones en distintos soportes.
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A mí también me mordisquean las perras negras. |
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