miércoles, 30 de enero de 2013

Epílogo de "Crear es un placer genial, sensual, nada venial..."

















“Somos tiernos cuando nos abrimos al lenguaje de la sensibilidad, captando en nuestras vísceras el gozo o el dolor del otro.  Somos tiernos cuando reconocemos nuestros límites y entendemos que la fuerza nace de compartir con los demás el alimento afectivo.  Somos tiernos cuando fomentamos el crecimiento de la diferencia, sin intentar aplastar aquello que nos contrasta.  Somos tiernos cuando abandonamos la lógica de la guerra, protegiendo los nichos afectivos y vitales para que no sean contaminados por las exigencias de funcionalidad y productividad a ultranza que pululan en el mundo contemporáneo (...) Sin lugar a duda, el cerebro necesita del abrazo para su desarrollo y las más importantes estructuras cognitivas dependen de éste alimento afectivo para alcanzar un adecuado nivel de competencia. No debemos olvidar, como señaló hace varios años Leontiev, que el cerebro es un auténtico órgano social, necesitado de estímulos ambientales para su desarrollo.”
Luis Carlos Restrepo




    En esta publicación hemos propuesto una selección de la producción escritural 2009-2012 del colectivo humano integrado al Centro de Formación Humanística “Perras Negras”.

    Como es posible apreciar, se despliegan por estas páginas diversos textos escritos por personas de las más variadas características socio-económicas, culturales, religiosas e ideológicas.
    En un mundo impregnado de violencia, veinticinco personas logran reunirse alrededor de una mesa de trabajo, compartir sucesos y emociones procedentes de los más lejanos puntos geográficos y temporales, expresar sus impresiones en un marco de franca tolerancia, y gozar ese triple encuentro con los otros-prójimos (incluidos los ciber-talleristas), con los otros-distantes, y consigo mismos.

    Realmente, podemos sentirnos privilegiados por ello; semejante tregua, semejante milagro, debería ocurrir con más frecuencia. Y éste, justamente, es uno de los propósitos de esta publicación: dar testimonio de que sí es posible encontrar un punto tangencial, un espacio de palpable ejercicio democrático, una zona para el abrazo fraterno. “Cambiar la sociedad es también cambiar sus relatos, lo que narramos de lo que en ella sucede. Amar y criticar deben convivir en lo que contemos”, como sostiene Felipe G. Gil, se convierte para nosotros en la idea emblemática de este acto de comunicación.
    Ahora que en toda la República han sido declaradas -y especialmente difundidas- determinadas franjas “rojas”, también es saludable propagar que los Talleres Literarios son territorios “verdes”, áreas donde se respira esa extraña partícula de aire denominada “Paz”, y por cierto no nos estamos refiriendo a aquella gastadísima frase popular de “la paz de los sepulcros”, porque nada más vivo que el derecho a que la voz de cada uno deje huella de su viaje por el paisaje afectivo de los otros; nada más vivo que el derecho a escuchar cómo resuena en los otros lo que rechazo, lo que me parecía indiferente pero hasta tal vez incorpore, y .lo que acepto.

    Humberto Megget, aquel singular poeta sanducero, desoído por señeras figuras del 45, como lo reconoció con profunda tristeza nuestra muy venerada Idea Vilariño, sin duda alude a ello en el verso: “Tengo miedo a los labios taciturnos que cierran sus moradas”.  
    No otra función que la de impulsar, sostener y defender “el derecho al decir” cumplen los Talleres Literarios. El decir en su más pura acepción etimológica: “expresar la justicia”; o sea, no la caprichosa verbosidad en ruta hacia un dudoso instante de fama sino la clara conciencia de que mi miga puede ser inequívoco pan en el conocimiento y la sensibilidad de otros seres.

    Esta suspensión del canibalismo, ¿es obra de los talleristas, de los orientadores, de alguna línea bibliográfica, de ese ente a veces demasiado abstracto que hemos rotulado “Literatura”? ¿O será alguna estrategia política? ¿A quién responsabilizar del prodigio?

    En principio, qué maravilla que en épocas tan adversas, alguien haya resuelto quebrar las imposiciones de “tener”, para “ser”, por un ratito, una jaula de puertas abiertas y dispuesta a libertar a su pájaro. En el devenir de esos pequeños lapsos suele ocurrir que la misma jaula “se vuelve pájaro”, y entonces, como escribía Alejandra Pizarnik: “¿Qué haré con el miedo?” Porque ver el propio revés, y mostrarlo, también provoca pavor. Y “los otros”, con cuyos pájaros ocultos fantaseamos siniestramente todos (y los suponemos carroñeros, rapaces, monstruos prediluvianos) también sienten horror. De reconocerse. De exponerse. Temor ancestral en la condición humana. Siempre el miedo.

    Pero, ¿cómo? ¿No estábamos en la escena en que alguien + alguien + alguien... se han convertido en pájaros? Entonces ya no hay miedo, porque la escritura provoca el más saludable de los efectos: es liberadora.
    La iluminación de una parcelita de mi interioridad me desviste de aprensiones, hacia mí misma y hacia el otro y el otro y el otro... ¿Qué tienen los otros para despertar mi agresividad? ¡Algún pequeño Paraíso, y zozobras, y angustias, y quebrantos, y debilidades, como yo! En fin, sutilmente también inviste la escritura de variados grados de conciencia, tan necesaria para una convivencia digna y para refinar sentimientos.

    En suma, el prodigio no es exógeno: late en nuestra humana situación; respira a través de esa habilidad aún misteriosa del lenguaje; se yergue a impulsos de la necesidad del decir; se sostiene porque, en definitiva, el otro me importa: es la causa de mi necesidad de decir. (Ninguna otra explicación justificaría cabalmente el fenómeno de los Talleres Literarios que funcionan en cárceles y hospitales siquiátricos, por ejemplo). Ahí radica el portento de esta práctica compartida por este precioso grupo: el otro-yo y los otros-ellos (tan parecidos a mi yo) importan: me importan, nos importan. Para amar y criticar. Porque somos así: un manojillo de contradicciones, de ambigüedades, de desequilibrios subyugados a azaroso equilibrio.  

    Como experiencia testimoniable, es ésta también una invitación a reflexionar en las posibilidades que no estamos siquiera ensayando como sociedad, posibilidades que nos permitirían un crecimiento inusitado por el solo aporte de nuestras coincidencias supremas. Sin renunciamientos. Sin denigraciones. Para amar, criticar, y reconstruir.

    Este mismo espacio de encuentro es, desde sus innominados orígenes, un rotundo ejemplo de esa potencialidad de la miga para ser pan, siempre pan.
     Veinticinco años atrás, esta orientadora no tenía más contacto con la creación que el que le deparara su práctica diaria en el liceo. Hasta que Diana tocó el timbre de su casa. Diana, hoy una amiga especial, escribía cuentos, y andaba buscando a algún docente que le recordara reglas sintácticas y ortográficas. Se acordaron horarios. Los meses fueron pasando; las dudas de “la alumna”, diluyéndose. Pero su escritura era tan atrayente que la profesora estaba desbordada de inquisiciones: ¿Por qué nunca le habían enseñado a enfocar la Literatura desde el punto de vista de esa construcción siempre inconclusa a la que se enfrenta el creador? ¿Cuánto debería estudiar, en soledad, para poder comprender realmente la situación del escritor? ¿Cómo conciliar semejante aventura, semejante utopía, con la rutina? Tal como dice Eduardo Galeano:”Me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos...” aún hoy.

    Responsable de esta amorosa persecución (motor de mi mediana cordura y ancla para medir el nivel de mi perpetua ignorancia) es la escritora Diana Nión, la sabia alumna que me transformó en pequeña réplica anónima de “El maestro ignorante” del afamado filósofo Jacques Rancière, cuyo magisterio se instaura a partir de la concepción de un conocimiento que circula horizontalmente entre los actores del hecho pedagógico ya que todos somos sujetos de saberes, tal como aquella básica actitud de respeto mutuo nos permitió experimentar veinticinco años atrás.
    Por ello, en su nombre, y como tributo esencial al “justo decir”, el profundo agradecimiento a todos y todas quienes han confiado en que andaría con cierta gracia a pesar de tanta carga indespojable. A quienes se han acercado muy recientemente, como Daniel Esmoris; a quienes han adquirido la deseable autonomía, como Susana Matteo, pero profesan el arte de la entrañable fidelidad suscitada por una lectura que a dos voces calmó alguna vez la soledad.
    “Mis amores... Hoy han vuelto... ¡Fueron tantos! ¡Son tantos!” dice aún Delmira y su susurro es tan oportuno para expresar mi sentimiento; y aunque también recuerdo que, según Joao Guimaraes Rosa, “El amor es la vaga, indecisa, palabra”, sé que otro vocablo no hay para envolver a cada una de estas personales presencias con el afecto recíproco al que van impregnando mi existencia. Sí, son mis amores: Telita, Daniela, Marcos, Silvia, Raúl, Anita, Gladys, Adriana, Néstor, Luz, Hugo, Sandra, Eduardo, Marta, Carlitos, Jessica, Francisco, Lilia, Bryan, Pilar, Sonia,... Amores contemplados como principio pedagógico desde aquel remoto Banquete de Platón hasta el discutido Derecho a la Ternura del psiquiatra Luis Carlos Restrepo; amores, sí, de la emocionada razón.

    Por eso nadie mejor que Giorgio Agamben, el más lúcido filósofo del siglo actual, para subrayar la total imparcialidad de estos comentarios impregnados de voluntaria e irresistible subjetividad:

    “La maravilla no es que algo haya podido ser, sino que haya podido negar el no-ser (...)
     La experiencia, que estaba en el centro de la poiesis, era la producción hacia la presencia, es decir, el hecho de que en ella algo pasase del no-ser al ser, de la ocultación a la plena luz de la obra. El carácter esencial de la poiesis no estaba en su aspecto de proceso práctico, voluntario, sino en ser una forma de la verdad, entendida como des-velamiento” (...)
     La jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia." El contemporáneo no es sólo quien, percibiendo la sombra del presente, aprehende su luz invencible; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, leer en él de manera inédita la historia, "citarla" según una necesidad que no proviene en absoluto de su arbitrio, sino de una exigencia a la que él no puede dejar de responder. Negar el no-ser es un poder (...)
     El arte es la eterna autogeneración de la voluntad de poder. En cuanto tal, se aparta tanto de la actividad del artista como de la sensibilidad del espectador para presentarse como el rasgo fundamental del devenir universal".


                                                                                                           Profa. Ana Milán
                                                                                                                   ies-ipa
                                                                                                                     2012
    



             Egresada del Instituto de Estudios Superiores y del Instituto de Profesores Artigas en las Especialidades “Idioma Español” y “Literatura”.  Cursó en forma parcial la Licenciatura de Letras en el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras (actual Facultad Católica).
            Se desempeña como docente concursada de aula en el Liceo de Joaquín Suárez (Canelones) y en los Centros de Rehabilitación Punta de Rieles y Metropolitano, además de Cárcel Central, por pertenecer, desde el año 2005, al Proyecto “Educación en Contextos de Encierro” de Enseñanza Secundaria.
            Ha publicado “Cuerpos Apasionados” (Colectivo del Taller de Pasiones Literarias, espacio de escritura creativa del Centro de Formación Humanística PERRAS NEGRAS), “¡Tumbera nunca... la Palabra!” (Textos escritos en cárceles uruguayas entre los años 2006 y 2008) y diversos artículos y producciones en distintos soportes.
                                  



A mí también me mordisquean las perras negras.

    
          


  





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