domingo, 25 de agosto de 2013

Las orillas del mundo- Anderssen Banchero



Fragmento del Capítulo 6 de la novela

























(1925-1987) Es autor de una obra breve, que basta para consagrarlo como uno de los más importantes narradores uruguayos. Su obra, construida en torno a los personajes y paisajes del Montevideo suburbano, es una recreación en clave poética, llena de sugestión, amor y sarcasmo, de la vida y los conflictos de sus clases pobres y medidas. Escritor ausente en los programas de literatura y otros espacios oficiales. Publicado por Banda Oriental gracias a su editor Heber Raviolo y su equipo.


(Contratapa del diario El observador)

Era hombre de soledad, mate, copas y fundamentalmente leer y escribir. Nadie lo desmiente

Es comprensible. Si en su devoción por el ajedrez su padre le pone por nombre el apellido de Karl Ernst Adolf, Anderssen, usted puede tranquilamente odiar al ajedrez el resto de su vida y sostener que se llama Juan. De eso me enteré en la presentación de las obras completas de (Juan) Anderssen Banchero, que en un esfuerzo por rescatar lo valioso ignorado y también desleído de la literatura nacional, sacó Irrupciones Grupo Editor: dos tomos con los cuentos completos y un tercero con sus dos novelas.

Un documental a medio terminar de Juan Carlos Rodríguez Castro recoge testimonios de Galeano con Banchero acerándosele con el aire de boxeador que fue y que a esa altura de su vida lo hacía parecer un matón que iba a pegarle, pero iba a felicitarlo. Qué otro tipo de anécdota podía aportar Galeano, ¿verdad?

En cambio, Alicia Migdal habló de que Banchero era un tardío descubrimiento, y lo es. Banchero (1925-87) se dedicó a escribir y al alcohol, subvencionado por un empleo público. Hugo Cores dice, en el documental, que era hombre de soledad, mate, copas y fundamentalmente leer y escribir. Nadie lo desmiente; Quique Estrázulas dice más, dice que pudo haber sido parte del boom de la literatura latinoamericana: “no le hubiera gustado, pero podría haberlo sido”. Milton Fornaro le reconoce una virtud sustancial: que uno termina de leerlo y siente que falta completarlo. El lector es así parte de su obra.

En la presentación donde se exhibieron esos pocos minutos, se supo que su obra perduró porque su editor en vida era Heber Raviolo, de Banda Oriental, y la cosa era así: leía su material y antes de hacerle sus señalamientos, iba con el original a Copiplan, y en esa época sin fotocopiadora, el texto era un plano. Precaución necesaria, pues ante la menor crítica Banchero quemaría el cuento, o lo que fuera. El editor dejaba pasar un tiempo y sacando a relucir su plano literario, le preguntaba si no era ya momento de ocuparse del asunto. Presente cuando esto se contó, Raviolo dijo que la historia era imperfecta pero fundamentalmente cierta.
Es así que sus obras completas, las que superaron el fuego, suman 32 cuentos y dos novelas: Las orillas del mundo, que con ésta va por su sexta edición desde una primera en 1980, y Los regresos, que apareció como obra póstuma en 1989. Alicia Torres, que presentó estas obras completas, recordó lo mucho que la había conmovido en su momento leerlo, y recomendó leer ahora todo de corrido para recibir “el mazazo de sus historias y su lenguaje”. Son, dijo, las de un hombre impiadoso que no transa en la forma de hacer hablar sus personajes.

Muchos hablaron de la leyenda negra que se tejió con motivo del autor, el Montevideo sórdido, la lluvia que todo lo enloda, su carácter irascible. Pero será el tiempo transcurrido desde entonces: yo encuentro en sus textos la delicadeza que fue mencionada por varios pero también ternura. Y un lenguaje maravilloso, liviano, propio. Algo me hace recordar a “Lloverá siempre”, de Carlos Denis Molina (que clama por reedición), el autor que incitó a Juan Carlos Onetti a escribirle el único prólogo que hizo en su vida, para su segunda edición. De Onetti también se habló, tal vez en el esfuerzo de acercarle a Banchero. No es de dudar que Banchero tanto leyó a Onetti pero la exégesis de sus textos y la taxidermia de sus figuras pertenece a los críticos: para mí sólo es disfrutable leer a Banchero, y me escudo en mi ignorancia también en materia literaria para hacer de su lectura una aventura en la que procuro el mazazo prometido por Alicia Torres.

Creo que voy por buen camino. La leyenda negra me parece cada vez más una forma de la ternura y de la vida misma, y entiendo que nada esta desactualizado. Nos habla del hoy.

De: Anderssen Banchero.blogspot.com







Buenos Aires


Quedaba allí nomás, detrás del Cerro. De allí le traían al padre el diario "Crítica" y, nada más que girando un botón, se podía oír a Gardel y Corsini en radio Belgrano. Era un país de hombres tristes y malos, que se pasaban tocando la guitarra y peleando con cuchillos, aunque el tío Mingo, que trabajaba en el vapor de la carrera, le traía de allí latas de dulce de leche "La Martona" y frascos de caramelos muchos más ricos y grandes que los que don Abdón, el almacenero, le daba de yapa.

Debía parecerse al Prado, porque estaba lleno de glicinas, malvones, madreselvas y rejas con jazmines que lloraban de celos. Nunca había visto llorar a los jazmines del Prado, pero su perfume lo ponía triste porque vivía en una calle sin quintas; en las veredas, los árboles tenían olor a polvo y a lluvia y al humo de la usina y de los autos. Pensaba en Buenos Aires como en el Prado y se ponía triste oyendo a Corsini y a Gardel, se ponía triste sin saber por qué; porque una vecinita, la hija de la partera, se había ido para allá con toda la familia.

Fue un verano, un verano en el que había un caballo que se llamaba Cute Eyes y corría más ligero que todos los otros caballos. Corría más ligero que los automóviles y los ferrocarriles.

Un verano en el que él ya sabía leer y se pasó buscando el nombre de Buenos Aires encima de las cabezas de los motormen de los tranvías, allí donde siempre decía Centro o Paso Molino o Parque Rodó; un verano en el que le puso Cute Eyes al caballito del carro del verdulero que sacudía la cabeza mansamente a la sombra de todos los árboles de la calle. Porque los otros caballos, los de los carros de la cervecería, eran grandes como elefantes y se debían comer a la gente.

Ese verano descubrió que el "Tit-Bits", el "Tony" y el "Billiken" también eran de Buenos Aires y que el nombre de la calle estaba mal escrito en la chapa clavada en la esquina, al lado de la puerta del almacén de don Abdón, porque decía Gral. en vez de General; después descubrió que todas las chapas de General Luna estaban mal escritas. Se dio cuenta, también, de que el mundo estaba todo escrito. Él había creído que las únicas letras para leer estaban en el libro de la escuela, debajo del dibujo de un ojo y un ala de pájaro y muchos dibujos más, pero comprendió que podía leer hasta en las paredes, aunque no hubiera nada dibujado.

Los que venían a afeitarse a la peluquería del padre decían que Cute Eyes vivía en Buenos Aires; pero todas las mañanas se disfrazaba con unos arreos y unas anteojeras tachonadas de cobre y venía por la calle, bajo las sombras de los árboles, entre las varas del carro de Gregorio, el verdulero. Demoraba mucho en llegar, porque se paraba ante todas las puertas y muchas mujeres iban a comprar al carro, mientras Cute Eyes mordía el pasto de la vereda.

Él lo esperaba sentado en la puerta, mientras los gritos de Gregorio se iban haciendo más y más distintos en el sol, hasta que al fin el carro se paraba ante la peluquería. Mientras Gregorio llenaba de verduras, de papas y de frutas una canasta de mimbre de la madre, él le hablaba a Cute Eyes, que pateaba el suelo y sacudía la cola, los arreos y las anteojeras. Después, Gregorio se lo llevaba despacito, tironeándolo de las riendas, porque era bueno y nunca le pegaba al caballo para que corriera, aunque podía correr más ligero que los ferrocarriles.

La calle terminaba en las vías, junto a la bahía, frente al Cerro, detrás del cual estaba Buenos Aires. Pero los tranvías no podían llegar a ella porque no podían andar por el agua. Nadie podía andar por el agua. Los pescadores de caña, los pescadores de lisas, corvinas y pejerreyes, se pasaban la vida pensando, en la orilla, al borde de los muelles, para aprender el secreto de los pescados, pero sólo el vapor de la carrera podía ir.

Él no pudo creer que aquello fuera un barco, no tenía velas y estaba lleno de gente, escaleras y chimeneas, como un edificio grandísimo. Aquello no podía estar arriba del agua, estaba a la orilla del mar como toda la ciudad. Dijo que no era un barco y que no podía caminar; el tío Mingo le mostró por dónde iba a Buenos Aires, pasando entre las boyas, los extremos de las escolleras y el Cerro, y le prometió llevarlo otro día para que viera que podía caminar por arriba del agua. Había otros barcos, pero ninguno se movía como las boyas y los botes en las olas, como las gaviotas y las banderitas en el cielo; estaban tan quietos como todos los edificios de la ciudad y de la aduana. Además, el tío Mingo no había visto a la vecinita, que era una botija rubia con el delantal blanco y la moña azul de la escuela; dijo que podía haberla visto, pero que Buenos Aires estaba lleno de botijas rubias con delantal y moña, aunque les decía pibas en vez de botijas. En General Luna también había unas cuantas, pero aquella se llamaba Clara y si el tío la hubiera visto tendría que haberla reconocido.

Esa noche soñó que Buenos Aires era la esquina del almacén donde estaba la chapa mal escrita en la pared pintada de rosado.

El tío Mingo vivía en el altillo de la casa. A veces llegaba de la calle con un olor raro y le costaba subir la escalera; entonces él no podía preguntarle nada. Los padres decían que el tío se portaba mal y que todos los marineros eran iguales. Pero él iba a ser marinero cuando fuera grande. No le gustaba ser peluquero, como el padre, que se pasaba tomando mate en la vereda esperando a los clientes y nunca había ido a Buenos Aires aunque leía la "Crítica" y escuchaba radio "Belgrano"; y los sábados, cuando él no tenía que ir a la escuela, a la peluquería venían muchos clientes y en vez de llevarlo a pasear lo hacía quedar para que le llevara las jugadas de las carreras al salón de don Vicente.

Un día, a don Vicente se lo llevaron preso delante suyo; lo sacaron a la calle a empujones con la corbata de moñita y el toscano, dándole tiempo apenas para ponerse el rancho de paja. Uno de los que lo empujaba, que no estaba vestido de policía, le preguntó a él qué había ido a hacer al salón. Se asustó y se puso a llorar, pero igual se le ocurrió decir que había ido a comprar una cajita de pomada para los zapatos y lo dejaron volver a la casa.

Cuando el tío Mingo lo llevó al hipódromo, aceptó pensando que le iba a comprar helados por el camino, aunque se iba a pasar la tarde encerrado entre cuatro paredes, entre el olor de los cigarros y gente que discutía y gritaba más que Macón y el Cronista Popular, que gritaban en la radio, como en la peluquería del padre y el salón de don Vicente. Se encontró en un lugar inmenso, lleno de sol y colores, con caballitos como de seda brillante que pasaban delante suyo haciendo con los cascos un redoble de sordos tambores en el suelo. Le preguntó al tío si allí a la gente no la llevaban presa por jugar a las carreras y el tío se rió.

Alguno de esos caballos debía ser Cute Eyes, pero el tío, que lo había visto en Buenos Aires, le dijo que Cute Eyes corría mucho más ligero que todos esos y él pensó que Buenos Aires era como aquel país de las maravillas donde a la gente no la llevaban presa y los colores eran mucho más colores que en la calle donde vivía.

Se pasaba los días sentado en el mármol del umbral de la puerta de la peluquería, soñando con tranvías que pudieran andar por el agua, porque nunca creyó que los barcos que había visto anduvieran. Cuando el vapor de la carrera navegaba, el tío tenía que estar a bordo -le dijo- y no podía llevarlo al puerto para que lo viera. Él podía quedarse en el muelle y, cuando el barco se fuera, volver solo, caminando todo por la orilla del agua, pero el padre no lo dejó; tampoco podía llevarlo al puerto, porque tenía que atender la peluquería; él le dijo que era un peluquero y no le pegaron porque el tío lo defendió, pero lo mandaron a la cama sin comer.

En la cama se puso a pensar que a la vecinita la habían raptado los árabes, como en las historietas del "Tib-Bits", y que él trabajaba en la Legión Extranjera y la rescataba; cuando se aburrió y dejó de emocionarse con eso, imaginó que habían sido los indios y que él, montado en un caballo más ligero que el de Tom Mix y que el mismísimo Cute Eyes, la salvaba justo al borde del precipicio y después se casaba con ella.

Sentado en el mármol del umbral, veía en las mañanas acercarse aquel opaco caballito de estopa, árbol a árbol, arrastrando el carro con el olor de verano de los duraznos. Se quedaba un rato parado frente a la peluquería, golpeando los adoquines con las herraduras, sacudiendo pacientemente la cabeza y las cerdas de la cola; después, con el verdulero parado en el estribo del pescante, el carro se iba y la calle quedaba sola bajo la sombra de los árboles. Él se quedaba sentado allí, hasta que lo llamaban para comer.

Los sábados seguía llevando las jugadas del padre al salón de don Vicente. Había creído que a los presos no se les veía nunca más, como a los muertos, pero don Vicente estaba otra vez detrás del mostrador con la misma corbatita a lunares y el toscano; entonces se puso a esperar un vago milagro que iba a suceder con el otoño, cuando en el carro del verdulero no hubiera duraznos y las nubes y las lloviznas difuminaran las sombras de los árboles en las veredas y los adoquines.

Ya habían empezado las clases en la escuela, cuando descubrió que el viento desparramaba el vuelo de las gaviotas sobre los techos de la ciudad y que en la azotea de la casa la ropa tendida flameaba como las banderitas de los barcos, como las velas de los veleros.

Con una rueda de un monopatín que se le había roto, se puso a timonear, rumbo a Buenos Aires.

Anderssen Banchero - Noviembre de 1979.
Triste de la calle cortada y otros cuentos
Lectores de Banda Oriental

De: EspacioLatino.com


































"Era domingo, un día luminoso porque en mi niñez 
nunca llovió en ningún domingo, 
ni dejó de salir el sol"-  

Anderssen Banchero




Noche de la Nostalgia en Uruguay

Se dice que los uruguayos somos nostálgicos de pura cepa
porque descendemos de emigrantes
o de etnias brutalmente taladas,
es decir:
por nuestras venas corren gotas de sangre
consciente de una pérdida irreversible,
de un imposible regreso.
Sin embargo, en esta Noche, la mayoría sale a festejar.






Nosotros... nosotros vamos a celebrar también.

Vamos a celebrar presencias que, invisibles, respiran todavía. Porque están ahí, a unos instantes de nuestra percepción interior.

Como aquellos árboles de paraíso que desmelenaban sus flores azuladas en las veredas de la infancia. 

Como aquellos bichitos de luz que convertían el campo baldío de enfrente en la escenografía más bella, misteriosa y armónica con que ningún libro de cuentos podía atraparnos.

Como el puentecito del Miguelete, por donde mamá nos apretaba con fuerza la mano, en prevención de que se nos ocurriera asomarnos un centímetro más por la baranda, simulando alguna pose propia de las augustas damas que solían tomar sol por esos lares en el 900, y aunque nos faltaba el atavío típico, nuestro vestidito sencillo pero prolijo cumplía, ante nuestros ojos, con todos los requisitos para esa metamorfosis. 


Tan convencidas estábamos de las propiedades mágicas de nuestro mundo que, después de unos cuantos meses de visitas domingueras al Museo Blanes -fascinantes hasta el delirio aquellos cuadros murales-, comenzamos a esperar con ansiedad que nuestros padres resolvieran preparar la mudanza para la casona encantada. Sí, hasta habíamos elegido dormitorios.

Nadie recuerda hoy cómo fue desarmado ese ingenuo sueño sin que nuestra sensibilidad sufriera la menor lesión. Quizá ocurrió lo mismo que ahora: como si abriéramos un estuche aterciopelado, nos invade aquella fragancia de los cientos de rosas que con increíble gracia trepaban por las galerías de hierro del Prado "Grande", otra ruta dominical de culto e insoslayable cuando necesitábamos ir de compras al Paso Molino.



Para ir a la escuela cruzábamos el Prado "Chico". ¿No nos importarían las cuadras y cuadras que debíamos caminar? Quizás las hamacas -que mirábamos desde lejos de lunes a viernes- nos comentaban alguna secreta promesa y entonces seguíamos andando, livianas, como en el aire. Todavía permanece viva la tibieza del cuenco firme de la mano de papá, preocupado por el furioso viento del temporal que nos estaba azotando en ese invierno del 59.


Una frase de Shakespeare propone que "el pasado es un prólogo" y nos entusiasma la coincidencia, ya que nos habíamos propuesto celebrar de otro modo. Y mucho más afín parece aún aquella reconocida sentencia de Rilke: "La patria del ser humano es la infancia". Bien, de ahí venimos, de una infancia vivida en un espacio singular de Montevideo: el Prado. Una infancia que no hemos perdido, que no duele contemplar, acariciar, aspirar, saborear, escuchar, porque el amor que se recibe de niño es el único antídoto contra las vicisitudes de la vida adulta. 

Pero aún no estaría perfilado satisfactoriamente ese espacio de amor -el PRADO- si no les acercáramos la vivencia objetivizadora de otro ser (¡Qué esencial el OTRO siempre!), un escritor montevideano pero olvidado: Anderssen Banchero, que en su cuento "Buenos Aires" plantea:

“Debía parecerse al Prado, porque estaba lleno de glicinas, malvones, madreselvas y rejas con jazmines que lloraban de celos. Nunca había visto llorar a los jazmines del Prado, pero su perfume lo ponía triste porque vivía en una calle sin quintas; en las veredas, los árboles tenían olor a polvo y a lluvia y al humo de la usina y de los autos. Pensaba en Buenos Aires como en el Prado y se ponía triste oyendo a Corsini y a Gardel, se ponía triste sin saber por qué; porque una vecinita, la hija de la partera, se había ido para allá con toda la familia”.