sábado, 6 de septiembre de 2014

"Un artista es un prisionero de su misma necesidad de comunicarse"- Carmen Laforet

6 de setiembre de 1921- España

Rosamunda


      Estaba amaneciendo, al fin. El departamento de tercera clase olía a cansancio, a tabaco y a botas de soldado. Ahora se salía de la noche como de un gran túnel y se podía ver a la gente acurrucada, dormidos hombres y mujeres en sus asientos duros. Era aquél un incómodo vagón-tranvía, con el  pasillo atestado de  cestas y maletas. Por las ventanillas se veía el campo y la raya plateada del mar.
      Rosamunda se despertó. Todavía se hizo una ilusión placentera al ver la luz entre sus pestañas semicerradas. Luego comprobó que su cabeza colgaba hacia atrás, apoyada en el respaldo del asiento y que tenía la boca seca de llevarla abierta. Se rehízo, enderezándose. Le dolía el cuello _su largo cuello marchito_. Echó una mirada a su alrededor y se sintió aliviada al ver que dormían sus compañeros de viaje. Sintió ganas de estirar las piernas entumecidas _el tren traqueteaba, pitaba_. Salió con grandes precauciones, para no despertar, para no molestar, «con pasos de hada» _pensó_, hasta la plataforma.
      El día era glorioso. Apenas se notaba el frío del amanecer. Se veía el mar entre naranjos. Ella se quedó como hipnotizada por el profundo verde de los árboles, por el claro horizonte de agua.
      _«Los odiados, odiados naranjos... Las odiadas palmeras... El maravilloso mar...»
      _¿Qué decía usted?
      A su lado estaba un Soldadlllo. Un muchachito pálido. Parecía bien educado. Se parecía a su hijo. A un hijo suyo que se había muerto. No al que vivía; al que vivía, no, de ninguna manera.
      _No sé si será usted capaz de entenderme _dijo, con cierta altivez_. Estaba recordando unos versos míos. Pero si usted quiere, no tengo inconveniente en recitar...
      El muchacho estaba asombrado. Veía a una mujer ya mayor, flaca, con profundas ojeras. El cabello oxigenado, el traje de color verde, muy viejo. Los pies calzados en unas viejas zapatillas de baile..., sí, unas asombrosas zapatillas de baile, color de plata, y en el pelo una cinta plateada también, atada con un lacito... Hacía mucho que él la observaba.
      _¿Qué decide usted? _preguntó Rosamunda, impaciente-. ¿Le gusta o no oír recitar?
      _Sí, a mí... El muchacho no se reía porque le daba pena mirarla. Quizá más tarde se reiría. Además, él tenía interés porque era joven, curioso. Había visto pocas cosas en su vida y deseaba conocer más. Aquello era una aventura. Miró a Rosamunda y la vio soñadora. Entornaba los ojos azules. Miraba al mar.
      _¡Qué difícil es la vida! 
      Aquella mujer era asombrosa. Ahora había dicho esto con los ojos llenos de lágrimas.
      _Si usted supiera, joven... Si usted supiera lo que este amanecer significa para mí, me disculparía. Este correr hacia el Sur. Otra vez hacia el Sur... Otra vez a mi casa. Otra vez a sentir ese ahogo de mi patio cerrado, de la incomprensión de mi esposo... No se sonría usted, hijo mío; usted no sabe nada de lo que puede ser la vida de una mujer como yo. Este tormento infinito... Usted dirá que por qué le cuento todo esto, por qué tengo ganas de hacer confidencias, yo, que soy de naturaleza reservada... Pues, porque ahora mismo, al hablarle, me he dado cuenta de que tiene usted corazón y sentimiento y porque esto es mi confesión. Porque, después de usted, me espera, como quien dice, la tumba... El no poder hablar ya a ningún ser humano..., a ningún ser humano que me entienda.
     Se calló, cansada, quizá, por un momento. El tren corría, corría... El aire se iba haciendo cálido, dorado. Amenazaba un día terrible de calor.
      _Voy a empezar a usted mi historia, pues creo que le interesa... Sí. Figúrese usted una joven rubia, de grandes ojos azules, una joven apasionada por el arte... De nombre, Rosamunda... Rosamunda, ¿ha oído? ... Digo que si ha oído mi nombre y qué le parece.
      El soldado se ruborizó ante el tono imperioso. 
      _Me parece bien... bien.
      _Rosamunda... _continuó ella, un poco vacilante. Su verdadero nombre era Felisa; pero, no se sabe por qué, lo aborrecía. En su interior siempre había sido Rosamunda, desde los tiempos de su adolescencia. Aquel Rosamunda se había convertido en la fórmula mágica que la salvaba de la estrechez de su casa, de la monotonía de sus horas; aquel Rosamunda convirtió al novio zafio y colorado en un príncipe de leyenda. Rosamunda era para ella un nombre amado, de calidades exquisitas... Pero ¿para qué explicar al joven tantas cosas?
      _Rosamunda tenía un gran talento dramático. Llegó a actuar con éxito brillante. Además, era poetisa. Tuvo ya cierta fama desde su juventud... Imagínese, casi una niña, halagada, mimada por la vida y, de pronto, una catástrofe... El amor... ¿Le he dicho a usted que era ella famosa? Tenía dieciséis años apenas, pero la rodeaban por todas partes los admiradores. En uno de los recitales de poesía, vio al hombre que causó su ruina. A... A mi marido, pues Rosamunda, como usted comprenderá, soy yo. Me casé sin saber lo que hacía, con un hombre brutal, sórdido y celoso. Me tuvo encerrada años y años. ¡Yo!... Aquella mariposa de oro que era yo... ¿Entiende?
       (Si, se había casado, si no a los dieciséis años, a los veintitrés; pero ¡al fin y al cabo!... Y era verdad que le había conocido un día que recitó versos suyos en casa de una amiga. Él era carnicero. Pero, a este muchacho, ¿se le podían contar las cosas así? Lo cierto era aquel sufrimiento suyo, de tantos años. No había podido ni recitar un solo verso, ni aludir a sus pasados éxitos _éxitos quizás inventados, ya que no se acordaba bien; pero..._ Su mismo hijo solía decirle que se volvería loca de pensar y llorar tanto. Era peor esto que las palizas y los gritos de él cuando llegaba borracho. No tuvo a nadie más que al hijo aquél, porque las hijas fueron descaradas y necias, y se reían de ella, y el otro hijo, igual que su marido, había intentado hasta encerrar la).
      _Tuve un hijo único. Un solo hijo. ¿Se da cuenta? Le puse Florisel... Crecía delgadito, pálido, así como usted. Por eso quizá le cuento a usted estas cosas. Yo le contaba mi magnífica vida anterior. Sólo él sabía que conservaba un traje de gasa, todos mis collares... Y él me escuchaba, me escuchaba... como usted ahora, embobado.
      Rosamunda sonrió. Sí, el joven la escuchaba absorto.
      _Este hijo se me murió. Yo no lo pude resistir... Él era lo único que me ataba a aquella casa. Tuve un arranque, cogí mis maletas y me volví a la gran ciudad de mi juventud y de mis éxitos... ¡Ay! He pasado unos días maravillosos y amargos. Fui acogida con entusiasmo, aclamada de nuevo por el público, de nuevo adorada... ¿Comprende mi tragedia? Porque mi marido, al enterarse de esto, empezó a escribirme cartas tristes y desgarradoras: no podía vivir sin mí. No puede, el pobre. Además es el padre de Florisel, y el recuerdo del hijo perdido estaba en el fondo  de todos mis triunfos, amargándome.
      El muchacho veía animarse por  momentos a aquella figura  flaca y estrafalaria que era la mujer. Habló mucho. Evocó un hotel fantástico, el lujo derrochado en el teatro el día de su «reaparición»; evocó ovaciones delirantes y su propia figura, una figura de «sílfide cansada», recibiéndolas.
      _Y, sin embargo, ahora vuelvo a mi deber... Repartí mi fortuna entre los pobres y vuelvo al lado de mi marido como quien va a un sepulcro.
      Rosamunda volvió a quedarse triste. Sus pendientes eran largos, baratos; la brisa los hacía ondular... Se sintió desdichada, muy «gran dama»... Había olvidado aquellos terribles días sin pan en la ciudad grande. Las burlas de sus amistades ante su traje de gasa, sus abalorios y sus proyectos fantásticos. Había olvidado aquel largo comedor con mesas de pino cepillado, donde había comido el pan de los pobres entre mendigos de broncas toses. Sus llantos, su terror en el absoluto desamparo de tantas horas en que hasta los insultos de su marido había echado de menos. Sus besos a aquella carta del marido en que, en su estilo tosco y autoritario a la vez, recordando al hijo muerto, le pedía perdón y la perdonaba.
      El soldado se quedó mirándola. j Qué tipo más raro, Dios mío! No cabía duda de que estaba loca la pobre... Ahora le sonreía... Le faltaban dos dientes.
      El tren se iba deteniendo en una estación del camino. Era la hora del desayuno, de la fonda de la estación venía un olor apetitoso... Rosamunda miraba hacia los vendedores de rosquillas.
      _ ¿Me permite usted convidarla, señora? En la mente del soldadito empezaba a insinuarse una divertida historia. ¿Y si contara a sus amigos que había encontrado en el tren una mujer estupenda y que...?
      _ ¿Convidarme? Muy bien, joven... Quizá sea la última persona que me convide... Y no me trate con tanto respeto, por favor. Puede usted llamarme Rosamunda..., no he de enfadarme por eso.


De: http://ficus.pntic.mec.es



"Si uno es escritor, escribe siempre,
aunque no quiera hacerlo,
aunque trate de escapar a esa dudosa gloria
y a ese sufrimiento real que se merece
por seguir una vocación"


Tomás Campanella, un precursor del socialismo científico.

5 de setiembre de 1568- Italia
Escritor, filósofo, sacerdote.


Comunidad de vida y de trabajo. Distribución de este último entre los hombres y las mujeres.


ALMIRANTE.- Son comunes las casas, los dormitorios, los lechos y todas las demás cosas necesarias. Pero al fin de cada semestre los Maestros eligen las personas que deben dormir en uno u otro lugar, quiénes en la primera habitación y quiénes en la segunda. Esta distribución se indica por medio de alfabetos, colocados en la parte superior de las puertas. Las artes mecánicas y especulativas son comunes a hombres y mujeres. Hay, sin embargo, la diferencia de que los ejercicios más pesados y que exigen caminar (como arar, sembrar, recoger los frutos, trabajar en la era y en la vendimia, etc.) son ejecutados por los varones. Las mujeres suelen dedicarse también a ordeñar las ovejas y hacer queso. Asimismo, van a cultivar y recoger hierbas en los huertos situados cerca de los muros de la ciudad. Los trabajos que pueden realizarse estando de pie o sentado (como tejer, hilar, coser, cortar el pelo, afeitar, preparar drogas y confeccionar toda clase de vestidos) conciernen a las mujeres, pero les está prohibido trabajar la madera y fabricar armas. Si alguna de ellas muestra aptitud para la pintura, se le concede ejercitarse en ella. En cambio, la música en todas sus formas, excepto la producida mediante trompetas y tambores, solamente está permitida a las mujeres y a veces a los niños, porque unas y otros pueden causar mayor deleite. Ellas hacen también la comida y preparan la mesa, pero el servir la comida es obligación peculiar de los niños y de las niñas hasta que cumplen la edad de veinte años. Cada recinto tiene sus propias cocinas, despensas y aparadores con los utensilios necesarios para comer y beber. Cada función está presidida por un viejo de edad provecta y además por una anciana, quienes de común acuerdo dan órdenes a los servidores y están autorizados para golpear -o mandar golpear- a los negligentes o díscolos. Ambos vigilan y toman nota de la clase de servicio en que más se distingue cada niño o niña. Todos los jóvenes sirven a los que han sobrepasado los cuarenta años, pero es deber de los Maestros y de las Maestras velar por la noche cuando se van a dormir y enviar por la mañana a su respectivo quehacer a aquellos que por orden han de realizarlos, eligiendo uno o dos por cada habitación.


De: La Ciudad del Sol



Filósofo italiano, es reconocido como uno los principales representantes del pensamiento renacentista de su país. Olvidado durante varios siglos, su pensamiento ha sido revalorizado en el presente.

Nacido en Stilo (Calabria), cambió su nombre original, Givanni, por el de Tommaso al entrar en el convento de los dominicos. En el convento leyó a Erasmo, Ficino y Telesio; compartió el antiaristotelismo de este último, y cuyas doctrinas defendió en la Philosophia sensibus demonstrata (1591). Este hecho, unido al interés que demostraba por las artes mágicas, despertaron las sospechas de sus superiores, por lo cual huyó a Nápoles, donde estudió magia y ocultismo con G. Della Porta.

Sometido a un primer proceso por herejía en 1591, huyó nuevamente del convento y se trasladó a Padua, donde conoció a Galileo. Después de varios procesos, y de haber sido condenadas todas sus obras, fue confinado a un convento de su orden en Calabria. Sus escritos principales de este período son: De sensitiva rerum facultate, De monarchia christianorum, De regimine Ecclesiae, Discorsi ai principi d'Italia, Dialogo contro Luterani, Calvinisti, e altri eretici. Durante su confinamiento en Calabria urdió una conjura contra los españoles. Descubierto y capturado, fue llevado a juicio, pero fingió estar loco y así se libró de la pena de muerte. Sin embargo, fue condenado a prisión perpetua. En la cárcel pasó 27 años, período que se caracteriza por dos hechos: la metanoia filosófica del propio Campanella y la producción literaria. Con respecto a la primera, Campanella abandonó el sensismo y el naturalismo religioso sin dogmas, y se entregó, como él mismo declara, "a la verdadera religión, después de haberse comportado en forma poco cristiana".
Fruto de su actividad literaria fueron las obras: La città del sole, su obra más conocida, en la que describe una sociedad que vive según las leyes de la naturaleza y que espera, por la revelación, una vida mejor; Metaphisica, gran enciclopedia en 18 libros; Theologia, en 30 libros; y las dos obras de teología práctica: Atheismus triumphatus y Reminiscentur. Sobre la acción política de las naciones católicas tratan La monarchia di Spagna y Antiveneti. Escribió también en defensa de Galileo Apologia pro Galileo, en la que enseña que no es la Biblia la que esclarece la física, sino ésta a aquélla, en los pasajes que sea necesario.
Liberado de la cárcel en 1629, gozó del favor del Papa Urbano VIII, quien le tomó como consultor en asuntos de astrología y política. Pero reclamado de nuevo por los españoles por suponer que formaba parte de una nueva conspiración en Nápoles, se ve obligado a huir a Francia en 1634. Aquí es bien acogido por el rey Luis XIII, y respetado tanto por intelectuales como por nobles. Es en Francia donde publica Philosophia realis, Quaestiones y De Praedestinatione. Muerto en el convento de San Honorato, sus cenizas fueron dispersadas durante las turbulencias de la Revolución.


Fragmentos extraídos de: www.mcnbiografias.com


Campanella es uno de los grandes genios de la humanidad, una de esas figuras que nos hacen --cuando tantas conductas nos dan vergüenza de pertenecer al género humano-- reconciliarnos con la especie de la que somos miembros.

El Cardenal Pallavicini dijo que Campanella era un hombre que lo ha leído todo, que lo recuerda todo, de descollante talento, pero indomable. ¿Qué mayor elogio? A Campanella le daríamos, así, el título honorífico de uir indomabilis, hombre indomable. Adalid de la justicia, no se deja domeñar ni doblegar.

Cuando mencionamos sus estancias en prisión, hay que tener en cuenta que los presidios y calabozos de la época eran mazmorras angostísimas, lóbregas, húmedas, plagadas de ratas y parásitos, malolientes, sin ventilación; que las condiciones de detención eran espantosas, crueles, vejatorias; que durante sendas fases iniciales de varios de esos encarcelamientos --podían ser semanas, meses o años-- Campanella sufrió sádicos interrogatorios bajo la tortura (y la Inquisición Real sabía cómo torturar, porque los mejores médicos de la época la asesoraban sobre cómo infligir el máximo dolor, aprovechando para ello los avances de la ciencia anatómica, que iba adelantando día a día).

¿Qué elogio sería bastante para un hombre que, en esas condiciones (encarcelado bajo falsas acusaciones, sólo porque sus ideas parecían peligrosas al poder, aunque nunca hiciera llamamiento alguno a la lucha contra ese poder), lejos de amilanarse, lejos de agachar la cabeza, sigue escribiendo sus obras --en latín y en italiano--, argumentando, demostrando sus tesis, abogando por el comunismo, denunciando la propiedad privada y desenmascarando las argucias de sus ensalzadores (y eso sin tener acceso a bibliotecas, citando de memoria, teniendo que mendigar a sus carceleros papel y tinta)?

De: Lorenzo Peña
eroj@eroj.org
Director de ESPAÑA ROJA