martes, 14 de enero de 2014

“Quiero hacer de mi vida un poema” - Yukio Mishima

El periódico

El marido de Toshiko estaba siempre ocupado. Incluso esa noche había tenido que salir precipitadamente para acudir a una cita y ella había vuelto sola en un taxi. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar una mujer casada con un atractivo actor? Toshiko había sido una tonta al suponer que pasaría la noche con ella. Sin embargo, él sabía cuánto le espantaba volver a su casa tan poco acogedora con sus muebles de estilo occidental y las manchas de sangre que aún podían verse en el piso.

Toshiko había sido siempre extremadamente sensible. Tal era su naturaleza. Como resultado de un constante preocuparse por todo jamás engordaba, y ahora, ya una mujer adulta, más parecía una figura etérea que una criatura de carne y hueso. Hasta sus amistades ocasionales no podían dejar de advertir la delicadeza de su espíritu.

Aquella noche se había reunido con su marido en un club nocturno y se había sentido herida al encontrarlo relatando a sus amigos una versión del «incidente».

Sentado allí, con su traje de estilo norteamericano y un cigarrillo entre los labios, se le había antojado un extraño.

-Es un cuento increíble -decía con ademanes extravagantes intentando acaparar la atención que monopolizaba la orquesta-, fíjense ustedes que llega a casa la niñera enviada por la agencia de colocaciones para nuestro hijo y lo primero que veo es su vientre. ¡Enorme! ¡Como si tuviera una almohada debajo del kimono!, y no era de extrañar, porque en seguida observé que podía comer más que todos nosotros juntos. Nuestra provisión de arroz desapareció así... -hizo chasquear los dedos-. «Dilatación gástrica». Tal fue la explicación que nos dio acerca de su gordura y su apetito. Anteayer, escuchamos quejidos y lamentos provenientes de la habitación del niño. Corrimos hasta allí y la encontramos en cuclillas, agarrándose el vientre con las dos manos, gimiendo como una vaca. En la cuna, a su lado, nuestro chico, aterrado, lloraba con toda la fuerza de sus pulmones. ¡Les aseguro que era algo digno de verse!

-¿Y salió el gato encerrado? -preguntó un amigo, actor de cine, como el marido de Toshiko.

-¡Vaya si salió! Me dio el susto de mi vida. Yo había aceptado sin titubear la historia de la «dilatación gástrica», ¿comprenden? Bueno, sin perder el tiempo, rescaté la alfombra fina y extendí una manta sobre el piso para que se acostara allí. Durante todo el tiempo la muchacha gritaba como un cerdo herido. Cuando llegó el médico de la clínica el chico ya había nacido. ¡La habitación había quedado convertida en un matadero!

-No me cabe la menor duda -apuntó alguien, y todo el grupo se echó a reír.

Escuchar a su marido hablar del horrible suceso como de un incidente jocoso, hizo enmudecer a Toshiko. Cerró los ojos durante un instante y vio nuevamente al recién nacido frente a ella, en el piso, y su frágil cuerpecito envuelto en papel de periódico manchado de sangre.

Toshiko pensaba que el médico lo había hecho todo por despecho. Como para acentuar el desprecio que sentía por esta madre que había dado a luz a un bastardo en tan sórdidas condiciones, había ordenado a su asistente que, en vez de envolver al pequeño con los correspondientes pañales, lo hiciera con papel de periódico.

Esta dureza para con el recién nacido hirió a Toshiko. Sobreponiéndose al disgusto que le causaba toda la escena, había buscado un pedazo de franela sin usar que tenía en reserva y fajando cuidadosamente al niño lo había depositado sobre un sillón.

Esto había sucedido después de que su marido saliera de la casa. Toshiko no se lo había contado, temiendo que la creyera demasiado blanda y sentimental. Sin embargo, el episodio se había grabado profundamente en ella. Lo recordaba, sentada en silencio, mientras la orquesta de jazz atronaba los aires y su marido charlaba alegremente con sus amigos. Sabía que nunca podría olvidar a aquel niño, acostado sobre el piso, envuelto en los papeles manchados. Era una escena como de carnicería.

Toshiko, cuya vida había transcurrido dentro del más sólido bienestar, sentía dolorosamente la infelicidad del niño ilegítimo.

«Soy la única que ha presenciado su vergüenza», se le ocurrió. La madre no había visto a su hijo tendido allí, envuelto en periódicos y, por supuesto, el niño no lo sabría nunca.

«Si guardo silencio, este chico nunca se enterará de la verdad. ¿Por qué siento culpa, entonces? Después de todo, fui yo quien lo levantó del suelo y lo envolvió en la franela y lo depositó sobre el sillón...»

Se retiraron del club nocturno y Toshiko subió al taxi que su marido había llamado para ella.

-Lleve a esta señora a Ushigomé -ordenó al conductor, mientras cerraba la puerta desde fuera. Toshiko observó por la ventanilla la fisonomía sonriente de su marido y sus dientes blancos y fuertes. Se recostó entonces en el asiento sintiendo con angustia que la vida entre ellos era, en cierta manera, demasiado fácil, demasiado carente de dolor. No hubiera podido expresar este pensamiento con palabras. Echó una última mirada a su marido por la ventanilla trasera del coche. Se aproximaba a grandes zancadas a su automóvil Nash y la espalda de su llamativa chaqueta de lana no tardó en mezclarse y desaparecer entre la gente.

El taxi se alejó, cruzó una calle llena de bares y pasó, luego, por un teatro frente al cual se apretujaba la gente. Acababa de finalizar la función, las luces ya estaban apagadas y en la semioscuridad las flores artificiales de cerezo que decoraban la entrada resaltaban en forma deprimente.

Dejándose llevar por sus pensamientos, Toshiko llegó a la conclusión de que, aun cuando el niño creciera en la ignorancia de su origen, nunca se convertiría en un ciudadano respetable. Aquellos pañales de sucios periódicos serían el símbolo bajo el cual se encaminaría toda su vida.

Toshiko se interrogó, «¿por qué me preocupo tanto? ¿Estoy acaso intranquila por el porvenir de mi propio hijo? Cuando, dentro de veinte años, mi niño se haya convertido en un hombre refinado y educado, podría encontrarse por una de esas casualidades del destino, frente a este otro muchacho que también tendrá entonces veinte años. Supongamos que este joven, contra quien se ha pecado, pudiera acuchillarlo en forma salvaje...»

La noche de abril era nublada y calurosa, pero los pensamientos sobre el futuro hicieron estremecer a Toshiko y la entristecieron.

«No, cuando llegue el momento, yo tomaré el lugar de mi hijo», se dijo, de pronto. «Dentro de veinte años yo tendré cuarenta y tres y me presentaré ante ese muchacho y se lo relataré todo... sus pañales de periódicos y cómo yo lo envolví en la franela y lo levanté del suelo...»

El taxi se adelantaba por el ancho camino que bordeaba el parque y el foso del Palacio Imperial. A lo lejos, Toshiko veía los puntos luminosos que señalaban los altos edificios.

Prosiguió su monólogo interior: «Dentro de veinte años, ese pobre infeliz se encontrará en la mayor miseria. Llevará una existencia desolada, sin esperanzas, llena de pobreza. Será una rata solitaria. ¿Qué otra cosa podría ocurrirle a un niño que ha tenido semejante nacimiento? Irá vagabundeando por las calles, maldiciendo a su padre y aborreciendo a su madre».

No cabía duda de que aquellos sombríos pensamientos producían a Toshiko cierta satisfacción. Se torturaba con ellos sin cesar.

El taxi se aproximó a Hanzomon y pasó frente a la embajada británica. Las famosas hileras de cerezos se extendían desde allí en toda su mágica pureza. Toshiko decidió contemplar aquellas flores a solas, lo cual era una extraña decisión para una joven tímida y carente de espíritu aventurero. Sin embargo, se hallaba en un estado de ánimo poco usual y temía volver a su casa. Aquella noche su mente estaba invadida por toda clase de fantasías inquietantes.

Cruzó la ancha calle. Se convirtió en una delgada y solitaria figura en la oscuridad. Por lo general, cuando se movía entre el tráfico, Toshiko se aferraba con miedo a su acompañante. Sin embargo, aquella noche caminó sola rápidamente entre los autos hasta llegar al parque largo y angosto que rodea el foso del Palacio. Aquel foso se llama Chidorigafuchi, Abismo de los Mil Pájaros.

El parque se había convertido en un bosque de cerezos en flor. Las flores formaban una masa de sólida blancura bajo el cielo nublado y tranquilo. Los farolitos de papel que colgaban entre los árboles estaban apagados. Los reemplazaban lamparillas eléctricas de varios colores que brillaban tenuemente bajo las flores. Ya eran más de las diez y la mayoría de los visitantes se habían marchado. Los pocos que aún permanecían allí empujaban automáticamente con los pies botellas vacías o aplastaban los desechos de papel al caminar.

«Periódicos...», recordó Toshiko, y su mente retornó al hilo de los acontecimientos anteriores. Papel de periódico manchado de sangre. Si un hombre oyera hablar alguna vez de tan lastimoso nacimiento y descubriera que era el suyo, aquello bastaría para arruinar toda su vida.

«Y yo, una extraña, tendré que guardar tan gran secreto... El secreto de una vida...»

Perdida en estos pensamientos, Toshiko caminó por el parque. La mayoría de los transeúntes eran parejas silenciosas que no le prestaban atención. Vio a dos personas sentadas sobre un banco de piedra al lado del foso. No miraban las flores, sino el agua. Todo estaba oscuro y envuelto en pesadas tinieblas. El sombrío bosque del Palacio Imperial se perdía tras el foso. Los árboles parecían formar una sólida masa con el oscuro cielo. Toshiko caminó lentamente por el sendero sobre el cual colgaban, grávidas, las flores.

Sobre un banco de madera, ligeramente apartado de los demás, vio algo que no era, como imaginara en un principio, una cantidad de flores de cerezo ni alguna prenda olvidada por los visitantes del parque. Al acercarse, comprobó que era una forma humana echada sobre el banco. ¿Seria alguno de esos miserables borrachos que se ven durmiendo a la intemperie? Evidentemente, no era ése el caso, ya que el cuerpo había sido cuidadosamente cubierto con papeles cuya blancura había atraído la atención de Toshiko. Observó detenidamente al hombre con camiseta marrón, acurrucado sobre una cama de papeles de periódicos y, también, cubierto por ellos. Sin duda aquella era su morada ahora que la primavera había llegado.

Toshiko observó el pelo sucio y despeinado que, en ciertas partes, mostraba una irremediable decadencia. Mientras velaba el sueño del hombre envuelto en periódicos, no pudo evitar el recuerdo de aquel otro niño acostado en el suelo, cubierto por sus miserables pañales. El hombro enfundado en la camiseta marrón subía y bajaba acompasadamente en la oscuridad.

Toshiko sintió, de repente, que todos sus miedos y premoniciones tomaban cuerpo. La frente pálida del hombre se destacaba en la oscuridad. Era una frente joven, aunque surcada por las arrugas de largas penurias y miserias. Había arremangado ligeramente sus pantalones color caqui y en sus pies descalzos llevaba zapatillas deshilachadas. Resultaba imposible ver su rostro y, de pronto, Toshiko sintió un deseo incontrolable de observarlo.

La cabeza del hombre estaba semioculta entre sus brazos pero, acercándose aún más, Toshiko pudo ver que era sorprendentemente joven. Observó las gruesas cejas y el fino puente de la nariz. La boca, ligeramente entreabierta, respiraba juventud.

Pero Toshiko se había acercado demasiado. La cama de periódicos crujió en el silencio de la noche y el hombre abrió bruscamente los ojos. Se levantó, de pronto, al ver a la joven parada a su lado. Sus ojos brillaron en la noche y, segundos después, una mano llena de fuerza tomó la fina muñeca de Toshiko.

Ella no se asustó ni hizo esfuerzo alguno por librarse. Como un relámpago, un pensamiento atravesó su mente. ¡Ah, ya habían pasado veinte años!

El bosque del Palacio Imperial estaba tan oscuro como el azabache y un profundo silencio reinaba en él.

 De: CiudadSeVa.com


14 de enero de 1925- Tokio


Yukio Mishima y Japón. 
Arquetipos de la posmodernidad (Fragmentos)


Yukio Mishima fue un escritor obsesionado desde la niñez por el espíritu del samurai y, más tarde, por la muerte. En su arte y acción cultivó una estética moderna, pero su modernidad no hacía otra cosa que sugerir el mito antiguo. Paradójico, ¿no es verdad? Algo parecido le ha venido sucediendo a Japón. Por supuesto, sin reivindicar al samurai y la muerte, vemos que su semblante de país ultra avanzado opera como una máscara que sabe encubrir a la perfección su fidelidad a las ancestrales tradiciones. Ambos, Mishima y Japón, no son sino “estrategas de lo invisible”. El primero vivió y murió en esa “estrategia”, el segundo existe gracias a ella. ¿No es esto posmodernidad?

Michel Random es un escritor francés que cultiva las artes marciales. Ha visitado varias veces Japón. En una de ellas decidió conocer a Yukio Mishima, ya por entonces célebre escritor. Lo entrevistó y luego fue invitado a su casa de Tokio, en 1968, poco antes de morir1. Más tarde, Random relató su encuentro en un libro cuyas claves eran ya anticipadas por las respuestas de Mishima2.

El escritor japonés vivía con su mujer y sus dos hijos a las afueras de la ciudad en una casa grande, aislada y cercada. Al poco de llegar, a Random le intrigó que nada de lo que veía respiraba en japonés. El jardín de acceso, dispuesto a la occidental, tenía un zodiaco de mármol, en cuyo centro se erguía una estatua de Orfeo con su lira griega; daba pie a un edificio unifamiliar como los habituales en la Costa Azul francesa. El primer piso estaba decorado con mobiliario estilo siglo XVIII, también francés. El segundo piso de la casa, donde lo recibió Mishima, tenía un aspecto euroamericano de la época: había sofás, mesas, grabadoras, aire acondicionado, teléfono último modelo... Yukio Mishima, el “último samurai”, estaba descalzo y vestía una camiseta negra, de mangas cortas y sin cuello, y un pantalón yanki. Random, atónito, que no había conseguido descubrir aún los esperados elementos shinto, las inevitables trazas zen o las presumibles evocaciones del bushido, preguntó entonces a Mishima:

–“¿Cómo explica usted que en toda su casa no haya nada japonés?”

Mishima respondió amable: – “Aquí, solo lo invisible es japonés”.  (...)


Una estrategia, en fin, posmoderna

Qué duda cabe, Mishima y Japón, Japón y Mishima estaban irremisiblemente unidos. Ambos obligados a entrar en la modernidad y a interpretarla, y los dos celosos mantenedores de las tradiciones. Mas lo curioso, lo inaudito del dato, es que los dos, Japón y Mishima, Mishima y Japón, liberaban el mito, no a través de su conducto habitual esperado, de su interpretación o referencia directa, sino mediante la expresividad moderna, mediante su aparente negación. ¿No es esto cultura posmoderna?

A mi entender, es tal cosa lo que define a la posmodernidad, a saber: que lo arcaico, lo mítico, lo prerracional, la certeza antigua se exprese en el mismo seno de la modernidad que los niega; que lo ancestral, lo mítico, lo intuido, lo sabio sea el fruto de lo nuevo, de la desmitificación, de la racionalidad, de la duda; que el espíritu pueda darse a conocer en el antro de quien lo censura, del mundo moderno. Un revuelco. Una reacción. Un resurgir en y desde el fango: un retorno del espíritu en el mismo mundo que ha querido matarlo y sepultarlo en la basura que ha sido y es su alimento, como les sucede a las semillas en la naturaleza. En el fondo, la paradoja no es extraña para los místicos, que saben que lo grande reside en lo más pequeño, que la perfección nace de la imperfección. No en vano, hasta el infierno está dentro de Dios, pues no hay nada, absolutamente nada, que no quede abarcado en él o fuera de su alcance.

Pero, repetimos, ¿por qué interesa Mishima mucho más a Occidente que a Oriente? Es la pregunta que mantenemos todavía sin una respuesta directa, aunque el lector se habrá dado ya cuenta de que ha quedado anticipada en lo dicho.

Es mejor seguir. Mishima es un portento de la literatura. Yasunari Kawabata –el Premio Nobel japonés– asegura que un genio como el joven Mishima (muere a los cuarenta y cinco) aparece en la humanidad cada doscientos o trescientos años. Es un gigante de la expresión estética. No era únicamente escritor, fue a la vez dramaturgo, cineasta, director de escena, poeta, esteta, nihilista, compositor de música, hombre de acción, maestro de kendo, hábil con la espada; como actor, interpretó papeles dispares: el de mujer, en su Madame de Sade, el de gangster en Karakkaze Yaro, el de samurai medieval interpretando a uno de sus antepasados, o el de un joven teniente que protagoniza una revuelta y ante su fracaso se hace seppuku, en Yokoku. Canta en escenarios junto a Akihiro Maruyama (o Miwa), famoso intérprete de papeles femeninos en el teatro tradicional japonés y actúa en sus películas, como aquella en la que es un duelista con katana que muere, ¡siempre muere! Es curioso que esté anunciando constantemente su voluntad de morir, como un guerrero, como un samurai o como un miembro de la yakuza.

Comentamos tanto acerca de Mishima no por cada uno de esos ingredientes y por el sabor de su conjunto. Eso son únicamente apariencias o, como él mismo dijera, “excrementos” (¡!). Lo hacemos porque, como pocos, Mishima logró conferir a su persona la planta de un verdadero arquetipo de nuestro tiempo. “Quiero hacer de mi vida un poema” –expuso. Y para empezar cambió su verdadero nombre (Kimitake Hiraoka) por el de Yukio Mishima. Yuki, en japonés, quiere decir “nieve”; y Mishima es el “lugar desde el que se ve la nieve del Monte Fuji”. “Nieve” y “lugar desde el que se ve la nieve”. Dentro y fuera, a la vez, de una idéntica realidad. Pues bien, su poema es el de la posmodernidad, el poema síntesis de nuestro tiempo, el poema del héroe mítico capaz de encarnar un poderoso mensaje.

© Isidro Juan Palacios

Extractado de:  http://www.alfonselmagnanim.com




Muerte y vida de Yukio Mishima II
MARIANO DÍAZ BARBOSA


¿Fue Yukio Mishima un héroe que testimonió la decadencia del Japón moderno con su sacrificio? ¿O fue un psicótico grave? La segunda entrega de un ensayo en el que Díaz Barbosa propone reflexionar sobre la figura de este gran autor, tres veces nominado al premio Nobel, que terminó con su vida en un suicidio ritual.

Muchos occidentales han interpretado el ideario nacionalista de Mishima como “fascismo”. Es una de las cuestiones que él no acabó nunca de responder. En una entrevista dijo: “El militarismo de la preguerra correspondía al espíritu de un ejército modernizado y formado según cánones occidentales, y muy embebido del Nazismo y el fascismo. El tradicional espíritu marcial japonés no tiene nada que ver con el militarismo que nos condujo a la guerra mundial. El viejo espíritu samurái fue desapareciendo al convertirnos en un país industrializado y con un ejército como aquel”. A veces respondía a las acusaciones con un sentido del humor bastante negro. Llegó a estrenar una obra de teatro llamada “Mi amigo Hitler”, la cual tiene como protagonista a Ernst Röhm, el líder de las SA, que le decía así a Hitler, “mi amigo”. El argumento se desarrolla durante la Noche de los Puñales Largos; Hitler se queda mirando cómo eliminan a su más fiel seguidor porque se estaba poniendo un poco inmanejable a la hora de hacer alianzas políticas. La obra termina con una frase en boca del Führer: “En política siempre conviene caminar por el centro”.

Entender el nacionalismo de Mishima como opuesto al fascismo nos puede ayudar a despejar muchos malos entendidos acerca de la política japonesa de preguerra. Entre los occidentales hay una idea de que el militarismo japonés aliado al tercer Reich es una consecuencia de la cultura tradicional japonesa; ven una ridícula continuidad entre los horrores llevados a cabo en Corea y China y la tradición Samurái que admiraba Mishima. Bueno, renuncien a eso, muchachos, si hay responsables del “fascismo japonés”, es la influencia occidental.

Hay aspectos que definen a un sistema fascista que no estaban presentes en el Japón feudal, por ejemplo, el expansionismo. Antes de la restauración Meiji de 1868, Japón sólo había estado involucrado en dos guerras externas, las invasiones de Mongolia-China por Kubilai Kahn en 1273 y 1281 y las expediciones fallidas a Corea de Hideyoshi Toyotomi, de 1592 y 1598. Nunca había tenido colonias. Los Tokugawa gobernaron un país cerrado al mundo hasta la llegada del Comodoro Perry y sus barcos negros a la Bahía de Edo (Tokio) en 1853. Entonces surgió el conflicto de si lo mejor era pactar con los bárbaros o expulsarlos. Cuando el shogunato firmó los tratados comerciales de 1858, los japoneses xenófobos vieron que el viejo sistema de 250 años había claudicado su misión de proteger el país. Encima, en 1863 el emperador Komei, que hasta entonces no pinchaba ni cortaba (el Tenno estuvo al margen del poder real desde 1185), emitió el edicto de “Expulsión a los Bárbaros”. Los anti-shogun y anti-occidentales ahora podían llamarse realistas con gusto.

Cuando el shogunato cayó, en 1868, muchos se dieron cuenta que si Japón pretendía sobrevivir, aunque odiasen a Occidente, era necesario aprender del enemigo. A espaldas de las ideas originales de la restauración de 1868, el nuevo gobierno creó un ejército profesional con reclutas de todas las clases sociales. Para eso era necesario eliminar la casta de los samurái, y fue así que se prohibió la portación de las dos espadas que eran el símbolo de su estatus. Entre los nuevos funcionarios había ex Shishi como Kido Takayoshi, quien sostenía que en la nueva sociedad el poder debía estar en manos civiles, y el ejército debía estar controlado por la asamblea parlamentaria y el primer ministro. En fin, Takayoshi proponía un régimen liberal, pero murió temprano, en 1877. El nuevo Japón sería moldeado por Aritomo Yamagata e Ito Hirobumi y su inspiración occidental no vendría de Inglaterra ni de EEUU, sino de Prusia. La Constitución de 1889 plantearía que el ejército sólo podía ser controlado por el Tenno, dando nacimiento al militarismo japonés. También estaban los ex restauradores contrarios a la occidentalización, entre ellos, Saigo Takamori, que ya dijimos que se levantó en armas en 1877. Fue Yamagata quien se impuso ante todos. Kido Takayoshi murió sintiéndose un traidor con sus ex colegas del Shishi, durante la revuelta de Takamori. Éste último se suicidó luego de ser derrotado en Shiroyama.

Para Mishima el militarismo expansionista era hijo de este nuevo modelo, ajeno a las tradiciones del Japón. Por supuesto que por igual detestaba al comunismo., y no con menos sentido del humor. En mayo de 1969 ofreció una charla en la Universidad de Komaba, ante 2500 estudiantes. El lugar estaba lleno de miembros de zengakuren (izquierda universitaria), que, como ya dijimos, no eran nenes de pecho. Mishima estaba en verdadero peligro, pero se quedó y discutió con ellos durante tres horas. En un momento, incluso reivindicó a Trotski: “Si ha existido un marxista que entendió la cultura fue Trotski. Trotski sostenía que el gobierno debe entregarse a una dictadura del proletariado, pero que la cultura es un fenómeno burgués que puede sobrevivir como tal. Como consecuencia, sólo durante el tiempo que Trotski mantuvo el poder la Unión Soviética produjo algo merecedor del nombre de Cultura… Trotski importó el arte moderno de Europa y fue purgado por elementos como ustedes”. El desgrabado de ese coloquio fue publicado y se convirtió en un éxito escandaloso de ventas. Mishima envió la mitad de las millonarias regalías a los líderes de Zengakuren: “Yo gasté mi parte en los uniformes del Tate-no-kai, supongo que ustedes van a gastar su parte en cascos, garrotes y bombas Molotov. Todos contentos”.

Para 1970, Yukio Mishima tenía escondido en algún lugar de su existencia como escritor, director de orquesta, letrista de óperas, representante de boxeadores, maestro de la espada y de las artes marciales, actor y director de cine, modelo, exhibicionista y showman, a Kimitake Hiraoka. Todas las fantasías sádicas de su adolescencia se habían convertido en un plan de suicidio espectacular. Nunca sabremos cuándo se le ocurrió la idea, pero es probable que haya estado tres años planeándola. En ese tiempo, escribió su obra maestra y testamento literario, una tetralogía llamada “El mar de la fertilidad”. Las cuatro novelas giran en torno a un alma que va transmigrando en distintas encarnaciones de la belleza; en “Nieve de Primavera” es un joven noble que muere en la juventud, en “Caballos desbocados” (la novela que más claramente anticipa el final) un joven nacionalista que busca llevar a cabo una revuelta y suicidarse para mostrar su desprecio por el Japón moderno, en “El templo del Alba” es una princesa Tailandesa y en “La corrupción del ángel” es un joven autodestructivo que termina degradando el círculo transmigratorio ante la mirada del abogado Shigekuni Honda, protagonista de las cuatro partes, que es testigo de todas las encarnaciones y no logra salvar a la belleza de su destrucción. Mishima envió a su editor la última de las novelas la mañana misma en que salió para su cita con Mashita y su destino.

Cuatro años antes había encontrado entre sus papeles una carta. En ella juraba morir por su país y por el mismo ser divino que le había regalado un reloj de plata en su graduación. Esa carta representaba la vergüenza más grande de su vida. Era la nota de despedida que escribían los Kamikaze antes de su vuelo de inmolación. Mishima había sido reclutado para morir, pero mintió en la revisación médica, exagerando los síntomas de una enfermedad que lo aquejaba desde hacía unos meses para aparecer como tísico. Fue el acto insincero por excelencia, todo para salvar su vida. En la última de las novelas de la tetralogía, la tragedia no es la muerte joven, como en las otras, sino la degradación de la belleza. La muerte de Mishima tenía que ser la de un cuerpo bello, no había podido morir en 1945 como Kimitake Hiraoka, el joven feo y enclenque, ahora lo haría como el coloso Yukio Mishima, transformado por las horas de gimnasia y levantamiento de pesas.

Después de sus últimas palabras, Mishima le da su espada a su segundo, Masakatsu Morita. Se arrodilla frente al General, que ya no está amordazado, y se desabrocha la chaqueta. No lleva camisa debajo. Expone su tremenda musculatura. Se desabrocha el pantalón y toma la espada corta (Wakizashi) que acompaña a la Katana en la cintura de los samuráis. Envuelve una parte de la hoja con un paño de seda. Con la mano izquierda se masajea el abdomen. El general grita pidiendo que no haga semejante locura. Morita levanta la Katana. Mishima hunde la hoja y hace un corte horizontal por debajo del ombligo. La tensión y el dolor abdominal hacen que se incline hacia delante. Es la señal para Morita, que tarda demasiado. Él no es un experto kaishakunin (así se llama el que asiste en el seppuku) y da el golpe demasiado tarde. La espada golpea contra el suelo y no puede hacer todo el recorrido. El cuello del escritor está herido espantosamente, pero no ha sido seccionado del todo. Morita mira horrorizado a sus compañeros, que le gritan: “¡otra vez!” Lo hace, pero vuelve a fallar, una vez, y otra vez. Furu Koga, el tercero en importancia, experto espadachín, le quita la espada de las manos y termina la tarea. Poco después, hace lo mismo con Morita que también se abre el vientre. Al anochecer, los tres sobrevivientes salen del edificio llevando al General y se entregan a la policía. Uno de ellos entrega la espada con la sangre del escritor y de Morita.

La madre de Mishima, al ver el altar funerario con la foto del escritor dijo algo que sólo aquella que lo conocía como Kimitake Hiraoka podía decir: “No deberían haber puesto flores de luto, fue el día más feliz en la vida de mi hijo.”


Referencias bibliográficas

VALLEJO-NÁGERA, J.A. (1978) Mishima o el placer de morir. Barcelona, Planeta S.A, 1987.

MUTEL, J. (1972) Historia del Japón, 1, el fin del Shogunato y el Japón Meiji (1852-1912). Barcelona, Sergio Tapia, 1972.

KAIBARA, Y. (2000), Historia del Japón. México D.F., Fondo de cultura económica, 2000.

MISHIMA, Y.:

*Confesiones de una máscara (1949). Madrid, Espasa Calpe, S.A., 2002.
*El rumor del oleaje (1954). Madrid, Alianza editorial S.A,. 2009.
*El marino que perdió la gracia del mar (1963). Madrid, Alianza editorial S.A., 2006.
*Sed de Amor. Barcelona, Caralt S.A., 2002.
*El pabellón de oro (1963). Barcelona, Seix Barral S.A., 2002.
*Nieve de primavera (1967). Barcelona, Caralt S.A., 2000.
*Caballos desbocados (1968). Barcelona, Caralt S.A., 2002.
*El Templo del alba (1969). Barcelona, Caralt S.A., 1999.
*La corrupción de un ángel (1970). Barcelona, Caralt S.A., 2000.

Referencias audiovisuales

Mishima (1985), Dir: Paul Schrader, EEUU, American Zoetrope/Lucasfims Ltd./Warner Brothers.

Tenchu! Hitokiri (1969), Dir: Hideo Gosha, Japón, Daiei international films.

De: http://intersecciones.psi.uba.ar



“La creación de una visión del mundo es el trabajo de una generación más que de una persona, pero cada uno de nosotros, para bien o para mal, añade su propio ladrillo” - John Rodrigo Dos Passos




I. EMBARCADERO


Tres gaviotas giran sobre las cajas rotas, las cáscaras de naranja, los repollos podridos que flotan entre los tablones astillados de la valla. Las olas verdes espumajean bajo la redonda proa del ferry que, arrastrado por la marea, corta el agua, resbala, atraca lentamente en el embarcadero. Manubrios que dan vueltas con un tintineo de cadenas, compuertas que se levantan, pies que saltan a tierra. Hombres y mujeres entran a empellones en el maloliente túnel de madera, apretujándose y estrujándose como las manzanas al caer del saetín a la prensa.


La enfermera, llevando la cesta en el brazo estirado, como si fuera una silleta, abrió la puerta de una gran sala excesivamente caldeada. En el aire impregnado de olor a alcohol y a yodoformo, ásperos berridos subían en espiral de otras cestas colocadas a lo largo de las paredes verdosas. Al dejar la cesta en el suelo le echó una mirada con los labios fruncidos. El recién nacido se retorció débilmente entre algodones como un hervidero de gusanos.
En el ferry iba un viejo tocando el violín. Tenía una cara de mona, toda torcida de un lado, y seguía el compás con la punta de un zapato de charol resquebrajado. Bud Korpenning, sentado en la barandilla de espaldas al río, le miraba. La brisa le alborotaba el pelo alrededor del borde ajustado de su gorra, y secaba el sudor de su frente. Tenía los pies llenos de ampollas, estaba hecho polvo, pero cuando el ferry se alejó del embarcadero, sintió por todas sus venas un cálido hormigueo.
-Oiga, amigo, ¿hay mucho desde donde desembarcamos hasta la ciudad?-preguntó a un joven de sombrero de paja y corbata a rayas blancas y azules, que estaba en pie junto a él.
La mirada del muchacho subió desde los zapatos deformados por la caminata hasta las muñecas rojas de Bud, que asomaban por las rozadas mangas de su chaqueta, atravesó su delgado pescuezo de pavo y fue a clavarse impúdicamente en sus ojos resueltos, sombreados por una visera rota.
-Depende de adonde quiera usted ir.
-¿Dónde está Broadway ?... Quiero ir al centro.
-Tome usted hacia el este, baje luego por Broadway y llegará al mismo centro si anda un trecho.
-Gracias. Eso haré.
El violinista recorría la multitud, tendiendo su sombrero, y el viento agitaba mechones de pelo gris en su calva raída. Bud le vio volver hacia él su rostro triste, con dos ojos negros como cabezas de alfiler, que le miraban fijamente.
-Nada -dijo con aspereza.
Y se volvió a mirar la inmensidad del río, brillante como un cuchillo. Los tablones del embarcadero se unieron, crujieron al choque del ferry. Hubo un rechinar de cadenas, y Bud fue arrastrado por la multitud muelle adelante. Salió por entre dos vagones de carbón a una calle polvorienta por donde pasaban tranvías amarillos. Las rodillas le empezaron a temblar. Hundió las manos hasta el fondo de sus bolsillos.
Entró en un figón antes de la esquina. Se instaló con dificultad en una banqueta giratoria y se puso a estudiar con cuidado la lista de precios.
-Huevos fritos y un café.
-¿Vueltos?-preguntó un hombre pelirrojo que detrás del mostrador se limpiaba con el delantal sus brazos gordos llenos de pecas.
-¿Qué?-preguntó Bud sobresaltado.
-Los huevos, si los quiere usted vueltos o con la yema encima.
-Ah, sí, vueltos.
Bud se dejó caer de nuevo sobre el mostrador, con la cabeza entre las manos.
-Mala cara trae usted, amigo -dijo el hombre cascando los huevos en la grasa chirriante de la sartén.
-Vengo andando desde el norte del Estado. Esta mañana anduve quince millas.
El del mostrador lanzó un sonido silbante entre dientes.
-Y viene usted aquí a buscar trabajo, ¿eh?
Bud hizo un signo afirmativo con la cabeza. El otro echó los huevos crepitantes en un plato que empujó hacia Bud después de poner un poco de pan y mantequilla en el borde.
-Voy a darle un consejito, amigo, que no le costará nada. Antes de ponerse a buscar, aféitese, córtese el pelo, cepíllese el traje, que está lleno de pajas. Así le será más fácil encontrar algo. En esta ciudad lo que cuenta es la facha.
-Yo puedo trabajar como cualquiera. Soy un buen trabajador -gruñó Bud con la boca llena.
-Le digo a usted que eso es todo -replicó el pelirrojo.
Y se volvió a su hornillo.

Ed Thatcher subía temblando las escaleras de mármol del gran vestíbulo del hospital. El olor de las medicinas se le pegaba a la garganta. Una mujer de cara almidonada le miraba por encima de una mesa de escritorio. Él trató de hablar con voz firme.
-¿Quiere usted decirme cómo está la señora Thatcher ?
-Sí, puede usted subir.
-¿Pero marcha todo bien?
-La enfermera del piso le podrá dar cualquier información que usted le pida. Escalera de la izquierda, tercer piso, sala de maternidad.
Ed Thatcher llevaba un ramo de flores envuelto en un papel verde. La gran escalera oscilaba al subir él tropezando con las puntas de los pies en las varillas de bronce que sujetaban la esterilla. Una puerta cortó, al cerrarse, un chillido ahogado. Ed detuvo a una enfermera.
-Me hace el favor, quisiera ver a la señora Thatcher.
-Bueno, vaya usted, si sabe dónde está.
-Pero la han cambiado de sitio.
-Entonces tendrá usted que preguntar en el escritorio, al fondo de la galería.
Se mordió los labios. En el fondo de la galería una mujer colorada le miró sonriendo.
-Todo va bien. Es usted feliz padre de una robusta niñita.
-Sabe usted, es nuestro primer hijo y Susie es tan delicada -balbuceó parpadeando.
-Ah, sí, comprendo, a usted le preocupaba, naturalmente... Puede usted entrar y hablarle cuando se despierte. La niña nació hace dos horas. Tenga mucho cuidado de no fatigarla.
Ed Thatcher, un hombre pequeño con un bigotillo rubio y unos ojos descoloridos, le cogió la mano a la enfermera y se la sacudió, mostrando en una sonrisa sus dientes amarillos y desiguales.
-Es el primero, sabe usted.
-Mi enhorabuena -dijo la enfermera.
Filas de camas bajo la biliosa luz de los mecheros, un olor nauseabundo a sábanas constantemente sacudidas, caras gordas, demacradas, amarillas, blancas. Aquí está. Las trenzas rubias de Susie ceñían su carita torcida y crispada. Desenvolvió sus rosas y las puso sobre la mesilla de noche. Mirar por la ventana era lo mismo que mirar al fondo del agua. Los árboles de la plaza se entretejían como azules telarañas. A lo largo de la avenida se encendían lámparas que proyectaban reflejos verdes sobre los violáceos bloques color ladrillo de las casas. Chimeneas y tanques de agua se recortaban en un cielo sonrosado como carne. Los párpados azulados se levantaron.
-¿Tú, Ed?... ¡Oh, pero son Jacks! ¡Qué locura!
-No lo pude remediar, queridita. Sabía que te gustarían.
Una enfermera rondaba a los pies de la cama.
-¿No podría usted dejarnos ver a la niña ?
La enfermera asintió. Era una mujer carienjuta, de labios delgados.
-La odio -murmuró Susie-, me ataca los nervios esa mujer. Es el tipo perfecto de la solterona ruin.
-No hagas caso, querida. Esto es cosa de un día o dos.
Susie cerró los ojos.
-¿Sigues pensando en llamarla Ellen ?
La enfermera volvió con una cesta y la puso en la cama al lado de Susie.
-¡Qué preciosidad! -dijo Ed-. Mira cómo respira... Y le han dado una untura.
Ed ayudó a su mujer a incorporarse sobre un codo; la rubia trenza de su pelo se soltó cubriéndole el brazo y la mano.
-¿Cómo puede usted distinguirlos, enfermera ?
-A veces no podemos -dijo ésta rasgando la boca con una sonrisa.
Susie, desconfiando, miraba la diminuta cara amoratada.
-¿Está usted segura de que ésta es la mía?
-Por supuesto.
-Pero no tiene etiqueta.
-Se la pondré en seguida.
-Pero la mía era morena.
Susie se tendió en la almohada tratando de respirar mejor.
-Tiene una pelusilla clara del mismo color que su pelo.
Susie, extendiendo los brazos, gritó:
-¡No es la mía, no es la mía... Que se lleven eso... Esta mujer me ha robado mi niña!
-¡Querida, por amor de Dios! -suplicó el marido tratando de arroparla con el cobertor.
-Malo, malo -dijo tranquilamente la enfermera recogiendo la cesta-; tendré que darle un calmante.
Susie se había sentado en la cama.
-¡Que se lleven eso! -gritó y cayó hacia atrás con un ataque de nervios, profiriendo continuamente débiles quejidos.
-¡Dios mío! -exclamó Ed Thatcher juntando las manos.
-Mejor sería que se marchara usted ya, señor Thatcher... La enferma se tranquilizará en cuanto usted se vaya... Voy a poner las rosas en agua.
En el último tramo alcanzó a un hombre rechoncho que bajaba lentamente, frotándose las manos. Sus ojos se encontraron.
-¿Todo fa pien, señor?-preguntó el hombre rechoncho.
-Sí, creo que sí -respondió Thatcher débilmente.
El gordo se volvió a él, bulléndole la alegría en su voz ronca:
-Felisíteme, felisíteme; mein mujer ha dado a lus un chico.
Thatcher estrechó una mano regordeta. -La mía es niña -confesó tímidamente.
-Yo en sinco años sinco niñas, y ahora, figúrese, ¡un chico!
-Sí -dijo Thatcher al llegar a la acera- es un gran momento.
-¿Me permite ustet, señor, que le infite a selebrarlo con un traquito ?
En la esquina de la Tercera Avenida se batían las medias puertas de rejilla de un bar. Después de restregarse los pies delicadamente pasaron a la sala del fondo.
-Ach! -dijo el alemán mientras tomaba asiento en una mesa toda rajada- la fida de familia está llena de cuidados.
-Así es, señor, éste es mi primero.
-¿Quiere ustet serfesa ?
-Sí, cualquier cosa.
-Dos potellas de Culmbacher importado, para peper a la salud de nuestra gente menuda.
-Las botellas detonaron y la espuma veteada de sepia subió a los vasos.
-A la suya... Prosit! -dijo el germano alzando el vaso, y luego limpiándose la espuma del bigote y dando un puñetazo en la mesa con su puño rosado-: Sería intiscreto, señor...
-Me llamo Thatcher.
-¿Sería indiscreto, señor Thatcher, precuntarle su profesión ?
-Contable. Espero que pronto me nombrarán definitivamente.
-Yo soy impresor y me llamo Zucher, Marco Antonio Zucher.
-Mucho gusto en conocerle, señor Zucher.
Se estrecharon las manos a través de la mesa por entre las botellas.
-Un contable gana mucho dinero -dijo el señor Zucher.
-Mucho dinero es lo que yo necesito para mi pequeña.
-Los chicos comen dinero -continuó el señor Zucher con voz grave.
-¿No me dejará usted pagar una botella?-dijo Thatcher calculando lo que tenía en el bolsillo-. A la pobre Susie no le gustaría verme bebiendo en un tugurio como éste; pero por una vez.., y además me estoy instruyendo en el arte de ser padre.
-Cuantos más, mejor... -dijo Zucher-, pero los chicos comen dinero..., no hasen más que comer y destrosar ropa. Cuando yo ponga mi negosio en pie... Ach! Ahora con las hipotecas y las dificultades para optener préstamos y los salarios que supen mit esos locos de sosialistas y dinamiteros...
-En fin, a su salud, señor Zucher.
El señor Zucher con el pulgar y el índice de cada mano exprimió la espuma de su bigote:
-No todos los días traemos al mundo un niño, señor Thatcher.
-O una niña, señor Zucher.
El del bar trajo otras botellas, limpió la mesa y se quedó escuchando, con el trapo entre las manos.
-Y me da el corasón que cuando mi chico pepa a la salud del suyo, será con champaña. Ach! Así son las cosas en esta cran siudat.
-A mí me gustaría que mi hija fuese una muchacha casera, tranquila, no como éstas de ahora, todo perifollos, volantes y cinturitas. Yo para entonces ya me habré retirado y tendré una finquita a orillas del Hudson. Por las tardes trabajaré en el jardín... Conozco tipos que se han retirado con tres mil dólares de renta. Ahorrando se llega a eso.
-El ahorro no sirve de ná -dijo el del bar-. Yo he estao ahorrando diez años, y el Banco quebró y no me quedó más que un talonario pa recuerdo. No hay más que un sistema, que le den a uno el soplo y aventurarse.
-Eso es jugar -interrumpió Thatcher.
-Sí, señor; es jugar -dijo el otro.
Y se volvió a su bar balanceando las botellas vacías.
-Jugar. No va descaminado -dijo el Sr. Zucher clavando en su cerveza una mirada vidriosa y pensativa-. El hombre ampisioso tiene que afenturarse. La ampisión fue lo que me trajo aquí desde Francfort a los dose años, und ahora que tengo que trabajar para un hijo... Ach!, le pondremos Wilhelm como el káiser.
-Mi hijita se llamará Ellen, como mi madre.
A Ed Thatcher se le llenaron los ojos de lágrimas. El señor Zucher se levantó.
-Pueno, adiós, Sr. Thatcher. Encantado de haperle conocido. Me fuelfo a casa con mis hijitas.
Thatcher estrechó otra vez la mano regordeta, y absorto en dulces pensamientos de maternidad, paternidad, cumpleaños y navidades, vio entre una espumosa niebla sepia al señor Zucher salir anadeando por las puertas batientes. Después de un rato estiró los brazos. Bueno, a la pobre Susie no le gustaría verle allí... Todo por ella y por aquel encanto de chiquilla.
-Eh, eh, que se olvida usted de pagar -le gritó el del bar cuando ya estaba en la puerta.
-¿No pagó el otro?
-¡Qué diablos va a pagar!
-Pero si es que él me había convidado...
El del bar se echó a reír guardándose el dinero.
-Nada, que este tío cree en el ahorro.
Un hombrecillo barbudo y patizambo, de sombrero hongo, subía por Allen Street, túnel rayado de sol, tendido de colchas azul celeste, salmón ahumado y amarillo-mostaza, rebosante de muebles de ocasión color jengibre. Con las manos frías cruzadas sobre los faldones de su levita, iba abriéndose paso entre cajas de embalaje y chiquillos que correteaban. No cesaba de morderse los labios ni de trenzar y destrenzar los dedos. Marchaba sin oír los gritos de la chiquillería ni el anonadante trepitar de los trenes elevados. Tampoco notaba el olor rancio y agridulce de las viviendas atestadas.
En la esquina de Canal Street se paró ante una droguería amarilla y se quedó mirando la cara pintada en un anunció. Era una cara afeitada, distinguida, con cejas arqueadas y un bigotazo bien recortado: la cara de un hombre que tiene dinero en el Banco, portentosamente colocada sobre un cuello de pajarita ceñido por amplia corbata negra. Debajo, en letra inglesa, se leía la firma KING C. GILLETE. Sobre la cabeza campeaba el lema: no stropping no honning. El hombrecillo barbudo se echó el hongo atrás descubriendo su frente sudorosa, y se quedó largo rato mirando los ojos de KING C. GILLETE, llenos del orgullo que da el dólar. Luego apretó los puños, sacó pecho y entró en la droguería.
Su mujer y sus hijas habían salido. Calentó un jarro de agua en el gas. Después, con las tijeras que encontró encima de una repisa, se cortó los largos rizos de la barba. En seguida empezó a afeitarse muy cuidadosamente con la nueva maquinilla de níquel. Estaba en pie, tembloroso, pasándose los dedos por las mejillas blancas y suaves, frente al espejo empañado, y comenzaba a recortarse el bigote, cuando oyó ruido detrás. Volvió hacia ellas una cara lisa como la cara de KING C. GILLETE, una cara que sonreía con el orgullo que da el dólar. Los ojos de las dos niñas se salían de las órbitas.
-¡Mamá..., es papá! -gritó la mayor.
Su mujer se desplomó como un saco de ropa en la mecedora y se tapó la cabeza con el delantal.
-¡Huy, huy! ¡Huy, huy! -gemía meciéndose.
-¿Pero qué te pasa?¿Es que no te gusta?
El andaba de un lado para otro con su flamante maquinilla en la mano, frotándose suavemente de cuando en cuando la barbilla lisa.


De: Manhattan Transfer – John Dos Passos -Blog de WordPress.com. El tema Neo-Sapien
Un blog que recomendamos fervorosamente.

Una novela que hay que leer
para entender
técnicas y visiones posteriores,
entre ellas las de Onetti.
John Rodrigo Dos Passos
14 de enero de 1896 - Chicago
Una biografía esencial