jueves, 27 de junio de 2013

“Ojalá que a mi responsable el sufrimiento que me causa le provoque la milésima parte de las reflexiones que me provoca a mí saber que hay seres humanos como él”. Carlos Liscano - El furgón de los locos
















"De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. [ ... ] La gente muere para probar que vivió. [ ... ] Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Queden encantadas." Joao Guimares Rosa


27 de junio de 1908
Médico, diplomático, escritor



Márgenes de alegría - João Guimarães Rosa 
traslucine de andrés ajens

I

La istoria, sí, sin H — ésta: iba que iba un niño, con sus tíos, a pasar días donde forjábase la gran Poesía. Era un viaje imaginado en lo feliz; todo sobrevenía para él en venturoso alucine de sueños. Partían por lo aún oscuro, un fino aire de fragancias desconocidas. Padre y madre lo traían al aeropuerto. Tía y tío, merecidísimamente, se hacían cargo. Sonreíase, saludábanse, todos se oían y parloteaban. El avión era de compañía, especial, de cuatro pasajeros. Respondíanle a todas las preguntas y hasta el piloto conversó con él. Poco más de dos horas duraría el vuelo. El niño estremecíose en el despegue, alegre de reírse para sí, comodísimo, en un gesto de hojas al caer. La vida podía rayar a veces en una verdad extraordinaria. Incluso amarrarse el cinturón volvíase fuerte agasajo, de protección, y luego otra vez sentido de esperanza: en lo no sabido, en lo restante. Tal crecer y relajarse — cierto como el acto de respirar — o de huir por espacio en blanco. El niño.

Y las cosas venían dulcemente de repente, según una previa armonía, benéfica, de movimientos concordantes: satisfacciones antes de consciencia de las necesidades. Dábanle caramelos, chicles, a escoger. Solícito de tan bienhumorado, el tío le enseñaba cómo reclinar el asiento con sólo presionar una palanca. Su lado era el de la ventanilla, para el mundo móvil. Pasábanle revistas, a hojear, cuantas quisiese, y hasta un mapa donde le indicaban los puntos por donde pasaban, encima de dónde. El niño dejábalas, al cabo, sobre las piernas, y espiaba: las nubes de amontonada amabilidad, el azul de puro aire, aquella amplia claridad, la tierra llana en cartográfica visión, dividida entre campos vírgenes y plantíos, el verde tirando a amarillos y rojos, a pardo y verde; y allende, abajo, la montaña. Si humanos, pequeñitos, caballos y bueyes — como insectos? El niño, ahora, ahorita, vivía; su alegría despedía rayos de toda laya. Volaban sublimemente. Acomodábase, íntegro, en el suave rumor del avión: el buen juguete trabajoso. Incluso ni llegó a notar que de hecho tenía ganas de comer, cuando la tía ya le ofrecía un sandwich. Y el tío le prometía lo mucho que iba a jugar y ver y pasear apenas llegasen. El niño tenía todo de una vez, y ante la mente, nada. La luz y la amplia, amplísima nube. Llegaban.

II

Ya despuntaba el alba en tanto. La gran Poesía recién comenzaba a configurarse, en un semipeladero tropical, claro: difusos aires, mágica monotonía. La pista de aterrizaje quedaba a corta distancia de la casa — de madera, sobre estacas, casi penetrando el bosque. El niño veía, vislumbraba. Respiraba mucho. Quería ver de un modo aún más vívido — tantas cosas nuevas — lo que para sus ojos se anunciaba. La morada era pequeña; llegábase rápido a la cocina y a lo que no era exáctamente un quintal, sino abreviado claro, de árboles que no han de entrar a la casa. Altos, pendían de ellos enredaderas y pequeñas orquídeas amarillas. ¿Podían salir de ahí indios, jaguares, leones, lobos, cazadores? Sólo sonidos. Uno — y otros pájaros — de cantos prolongados. Eso fue lo que abrió su corazón. ¿Aquellos pajarillos acaso bebían cachaza?

¡Oiga! Cuando avistó el pavo real, en el centro del terreno, entre la casa y los árboles del bosque. El pavo real, imperial, dábale la espalda — para recibir su admiración. Desplegó súbitamente la cola, pavoneándose, dando la vuelta: y con el rozar de las alas en el suelo — brusco, rígido — se proclamó. Grogeó, sacudiendo el grueso racimo de bayas coloradas; y la cabeza tenía manchas de un azul claro, raro, de cielo y de sañazos; y él, cabal, contorneado, lleno de esferas y planos, con reflejos de verdes metales azulnegros — el pavo real for ever. ¡Bello, bellísimo! Tenía algo de calor, poder y flor, un desbordamiento. Su severa grandeza tonitruante. Su colorida altivez. Saciaba los ojos, era como para tocar estrellas. Colérico, pavoneando, andando, dio otro grogeo. El niño rió de corazón. Mas sólo lo alcanzó a entrever. Ya lo llamaban para salir de paseo.

III

Iban en jeep, iban donde había de haber un sitio con ipés reforestado. El niño repetíase en lo suyo el nombre de cada cosa. La polvareda, auspiciosa. La malva silvestre, los lentiscos. La flor intraducible, afelpada — la cobra, atravesando el camino. La árnica en claros pálidos candelabros. La aparición angélica de los papagayos. Las pitangas frutosas, su lagrimeo. El venado campestre de cola blanca. Las flores púrpuras de canela, su pompa. Lo que el tío hablaba: que ahí había “inmundície de perdices”. La tropa de ñandúes seriemas, más allá, huyendo en fila india. Un par de garzas. Paisaje de mucha anchura, que el sol halagaba. La palmera, a la vera del estero, donde, por un instante, se atascaran. Todas las cosas, salidas de lo opaco. Asentábase en ellas su incesante alegría, de la especie del sueño, bebida en nuevos aumentos de amor. Y en su memoria quedaban, en lo puro perfecto, castillos ya en pie, sispuestos. Todo, para a su tiempo ser graciosamente descubierto, hiciérase primero extraño y desconocido. Andaba por los aires, él, el niño.

Pensaba en el pavo real, cuando regresaban. Sólo un poco, para no gastar a destiempo lo cálido de ese recuerdo, lo más importante, que guardaba para sí, en el pequeño terreno de los árboles bravíos. Sólo pudiera tenerlo un instante, ligero, grande, moroso. ¿Habría uno, así, en cada casa, y de alguien?

Tenían hambre, servido el almuerzo, tomábase cerveza. El tío, la tía, los ingenieros. ¿De la sala no se escuchaba el altivo reclamo suyo, su gorgeo? Esta gran Poesía iba a ser la más alta del mundo. Él abría su abanico, imponente, estallaba, pavoneábase... Apenas probó los dulces, de membrillo del lugar, que se daban bonitos, el perfume de azúcar y carne en flor. Salió, ávido de volver a verlo.

No cachó: inmediatamente. El tupido bosque era, de altura, diablazo.  Y — ¿dónde? Sólo unas cuantas plumas, restos, en el suelo. “Uy, se mató. ¿Por casualidad mañana no es el cumpleaños del doctor?” Todo perdía la eterenidad y la certeza; en un santiamén, un segundo, las cosas más bellas se las robaban. ¿Cómo podían? ¿Por qué tan de sopetón? Si hubira sabido que eso ocurriría al menos habría observado más al pavo aquél. El pavo real suyo — desaparecido del mundo. Sólo en la gran nonada de un minuto, el niño recibía en sí un milígramo de muerte. Ya lo buscaban: — “Vamos adonde va a estar la gran Poesía...”

IV

Encapsulábase, grave, en un cansancio y en una renuncia a toda curiosidad, para no vagar con el pensamiento. Iba. Tenía vergüenza de hablar del pavo real. Talvez no debiese, no hubiera derecho a tener por su causa tal dolor que trae e incita, de pura pena, disgusto y desengaño.  Pero, haberlo matado, también parecíale oscuramente un yerro. Sentíase cada vez más cansado. Apenas podía con lo que ahora le mostraban, en tal circunstristeza: el horizonte, hombres forjando terraplenes, camiones cargados de ripio, vagos árboles, un riachuelo de aguas cenicientas, la malva silvestre casi marchita, el encanto muerto y sin pájaros, el aire lleno de polvo. Su fatiga, de emoción contenida, urdía un secreto miedo: descubría la posibilidad de otras adversidades, en el mundo maquinal, en el espacio hostil, y que, entre la alegría y la desilusión, en la balanza infidelísima, media casi nada. Bajaba su cabecita.

Allí hacían la explanada del aeropuerto — transitaban a lo largo compresoras, aplanadoras, la bomba hidráulica golpeando con sus dientes, máquinas asfaltadoras. ¿Y cómo extrajeron la selva? — preguntó la tía. Mostrábanle la desgajadora, que también había: con, en la parte de adelante, una pesada hoja de acero, vuelta limpiamatorrales, al modo de un enorme machete. ¿Quiere ver? Señalóse un árbol: simple, nada de extraordinario, en el límite del área boscosa. El chofer de la máquina tenía un pucho en la boca. La cosa se puso en movimiento. Recta, lenta incluso. El árbol, de pocas ramas en lo alto, fresco, de piel clara... y fue sólo un golpe súbito: ruh... y al instante se derrumbó, todo. Estremeciérase, tan bello. Sin ni siquiera poderse fijar con los ojos la fatalidad — el inaudito choque — el pulso del golpe. El niñio sintió asco. Miró al cielo — atónito de azul. Temblaba. El árbol, que muriera tanto. El límpido erguimiento del tronco y la agitación inmediata y final de sus ramas — de parte de la nada. Ojeó la piedra.

V

De vuelta, no quería salir más al terreno entre la casa y el bosque; había ahí una nostalgia abandonada, un remordimiento incierto. Ni él lo sabía. Su pensamientito estaba aún en fase jeroglífica. Pero fue, después de almorzar. Y — mayor espectaculosa sorpresa — viólo, suave, inesperado: ¡el pavo real, ahí estaba! Oh, no. No era el mismo. Más pequeño, muy menos. Tenía la colorada vivacidad, el recato, la cola imperial, el gorgeo grufo, pero faltaba en su penosa elegancia el desenfado, el creerse la muerte, la belleza estirada del primero. Su llegada y presencia, en cualquier caso, hasta cierto punto, consolaban.

Todo suavizábase con la tristeza. Incluso el día — fuera: ya anochecía. Sin embargo, el advenir de la noche era siempre así, sufrido, enteramente. El silencio salía de su escondrijo. El niño, atemorizado, sosegábase con el propio maleficio: alguna fuerza en él trabajaba por acrecentarle el alma, por echar raíces.

Mas el pavo real se acercaba [sólo] hasta el borde del bosque. Ahí habrá adivinado — ¿qué? Apenas se alcanzaba a ver, oscureciendo como estaba. Y era la cabeza degollada del otro, tirada al basural. El niño sufría y se entusiasmaba.

Mas: no. No por simpatía fraternal y sentida el pavo real fuera hasta ahí, de cierto, atraído. Un odio lo catapultaba. Comenzaba a picotear, feroz, esa otra cabeza. El niño no entendía — nada. El bosque frondoso, los más oscuros árboles, un amasijo nomás, restos: el mundo.

Temblaba.

Volaba, con todo, la lucecita verde, viniendo también del bosque, luciérnaga, la primera. Sí,  luciérnaga, ¡linda fuera! — pequeñita, en el aire, un instante sólo, alta, distante, yéndose. Era, de (otra) vez en cuando, la alegría.



As margens da alegria, J. G. R., in Primeiras Estórias, ed. José Olympo, RJ, 1974 (primera edición: 1962). Traslucine: mima hasta un in/cierto punto el textil vuelto original. A. A., Santiago, octubre, 2007.

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